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Ante Ciliga

Extractos del libro:

“En el país de la mentira desconcertante”
de Ante Ciliga

 

 

(...) 4. VERKHNE URALSK

La línea de ferrocarril se acababa en Magnitogorsk, y tuvimos que proseguir nuestro camino en coche, a través de la estepa de los cosacos del Ural.
Verkhne Uralsk era una pequeña aldea, el aislador político se encontraba a algunos kilómetros de distan­cia, en plena estepa. Los coches se pararon ante el edificio, mientras desde las ventanas los detenidos nos hacían señales de bienvenida y nos gritaban: “¿Quiénes sois?, ¿de dónde venís?” -“¡Somos socialdemócratas de Taskent, pero también hay trotskistas!” La adminis­tración nos esperaba en las escalinatas. Tras reconocer a los socialdemócratas, los funcionarios exclamaron: “¡Hombre, si sois vosotros, Rojkovski, Diamantstein, otra vez por aquí!” Estos últimos respondieron, a su vez: “¡Anda, Biziukov, Matveiev, si seguís por aquí dándoos­las de pequeños tiranos!” Por todas partes se oían gritos de bienvenida.
Primero nos llevaron al registro. Luego nos hicieron rellenar unas fichas y nos repartieron por distintas salas. A Deditch y a mí nos llevaron a un cuarto cercano. La puerta se abrió y el carcelero nos dejó bruscamente con nuestros trastos. Era una sala grande, con literas a lo largo de los muros y una gran mesa en el centro, alrede­dor de la cual se sentaban una decena de detenidos. La sala apenas estaba iluminada por una pequeña bombilla eléctrica, de manera que no distinguíamos sus rostros.
Los presos llevaban chaquetas forradas de piel, abri­gos y botas de fieltro. Hacía frío y todo respiraba inco­modidad. Lo primero que nos preguntaron fue: ¿quié­nes sois?, ¿de dónde venís? Cuando supieron que no éramos deportados, que habíamos estado libres hasta hacía relativamente poco tiempo y que veníamos del centro, su interés por nosotros aumentó. Todos los pensamientos de los presos se centraban en lo que pasa­ba allí, en el corazón del país, en libertad. La atención de los detenidos aumentó aún más cuando rechazamos nuestra condición de comunistas extranjeros. Nos hicie­ron hueco en la mesa y nos pusimos a narrar nuestra historia y a contar lo que habíamos visto y oído en liber­tad. Fue entonces cuando supimos que dos miembros de nuestro grupo de oposición -Zankov y Glybovski- llevaban ya seis semanas en el aislador. La razón era que en su caso no había sido necesario mediar con el Polit- buró del partido yugoslavo, pues eran rusos. Glybovski estaba alojado justo en el piso de arriba de nuestra sala. Rápidamente le pegaron un grito por la ventana avisán­dole de nuestra llegada. Pronto la noticia recorrió las tres plantas de la prisión. El carcelero golpeó la puerta: “¡Ciudadanos, no armen tanto escándalo!” Pero nadie le prestó la menor atención.
Cuando terminamos la primera parte de nuestro rela­to, se dio desde nuestra sala una señal por la chimenea, que significaba: os enviamos las últimas noticias. En efecto, minutos después, un pliego con el resumen de lo que acabábamos de contar tomaba el mismo camino.
La libertad que tenían los presos para comunicarse por la prisión nos dejó estupefactos. En las que habíamos estado hasta entonces, no habíamos visto nada pareci­do. Pero aún nos aguardaban mayores sorpresas.
Al día siguiente, los camaradas nos dieron los perió­dicos que aparecían en la prisión. ¡Qué opiniones tan diversas!, ¡qué libertad en todos los artículos! ¡Qué pasión y qué franqueza en la exposición de las cuestio­nes no sólo abstractas y teóricas, sino también las que trataban la actualidad más candente! ¿Aún es posible reformar el régimen pacíficamente o será necesario un levantamiento armado, una nueva revolución? ¿Stalin es un traidor consciente o inconsciente? ¿Su política es reaccionaria o contrarrevolucionaria? ¿Podría desapare­cer simplemente cambiando al personal dirigente o para lograrlo se necesita una revolución? Se escribía sobre todas estas cuestiones, y de la manera más franca, sin ningún tipo de cortapisa, poniendo todos los puntos sobre las íes y -qué terrible espanto- firmando los artí­culos con el verdadero nombre.
Pero nuestra libertad no se limitaba a eso. Durante los paseos, en los que se reunían los presos de varias salas, los prisioneros tenían la costumbre de celebrar en un rincón del patio asambleas en toda regla, con presi­dente, secretario y oradores que tomaban la palabra por turnos. ¡Y cuando no se podía terminar el orden del día simplemente se posponían los debates para el siguien­te paseo! En estas reuniones se discutían las cuestiones más escabrosas y prohibidas sin ningún miramiento ni ninguna aprehensión. El inspector que nos acompaña­ba durante los paseos se sentaba o daba vueltas por ahí cerca. Por supuesto, luego escribía su correspondiente informe contando todo lo que había oído, pero entre los presos a nadie parecía preocuparle. En estas reuniones se despachaban a gusto con Stalin. Le llamaban de todo^ Había visto muchas cosas en la URSS, pero nada me había dejado tan pasmado. ¿Dónde estaba?, ¿en una isla de libertad perdida en un océano de esclavitud o simple­mente en un manicomio? Tal era el contraste entre el país humillado y aterrorizado y la libertad de espíritu que reinaba en esta prisión que al principio opté por el manicomio. ¿Cómo iba a pensar que en la inmensa Rusia reducida al silencio los dos o tres islotes de liber­tad, donde los hombres aún tenían derecho a pensar y hablar libremente en público eran las prisiones?
Después de conocer sumariamente la vida política del aislador, evidentemente quise familiarizarme con el régimen penitenciario que imperaba allí y que paso a exponer a continuación.
Nuestra prisión ocupaba un vasto edificio rectan­gular de tres plantas. Inicialmente destinada a servir de prisión para oficiales, empezó a usarse en la víspera de la guerra. Estaba orientada en dirección norte-sur. La mayor parte de los detenidos se alojaban en el ala norte, la más fría. Los servicios administrativos ocupaban la mayor parte del ala sur. Los locales en los que se aloja­ban los miembros de la administración estaban en un edificio aparte. La prisión estaba rodeada de un muro de cinco metros de alto, provisto de torretas para los vigilantes armados. El espacio que había entre el muro y la prisión estaba dividido por muros transversales de la misma altura en cinco patios, donde los detenidos salían
a pasear. Los baños estaban también entre el muro del recinto y la prisión. Las cocinas y las celdas de los presos comunes que trabajaban en ellas estaban en el sótano.
La prisión tenía sesenta salas, veinte por piso. Las salas eran de diferentes tamaños, confort y temperatura. Había diez que tenían el suelo de madera, en el resto era de cemento. En la prisión había calefacción central, pero en la planta baja casi no se notaba. Como estábamos en el ala norte de la planta baja, pudimos comprobarlo por nosotros mismos. Teníamos que llevar durante todo el invierno chaquetas forradas y botas de fieltro. ¡Tal era el frío que hacía en la sala que por las noches se forma­ba una espesa capa de hielo por dentro de los cristales de las ventanas! Las celdas individuales del noreste eran incluso peores. Las celdas de dos literas que daban al oeste eran las mejores, pero sólo había seis. El resto eran salas más grandes para entre seis y doce presos.
La alimentación constaba del menú tradicional del mujik pobre: pan y gachas mañana y tarde, durante todo el año. El único cambio en el régimen eran los distintos tipos de grano con los que se hacían las gachas, que variaban con las estaciones: trigo negro, mijo y avena. Además, para desayunar nos daban una sopa hecha con un mal pescado, conservas, o carne medio podrida. La misma sopa, pero sin carne ni pescado, nos la daban de cena. Tuvimos varios conflictos con la administración debido a esta carne podrida, los detenidos se negaron a comer la carne varios días seguidos. La ración diaria de pan era de 700 gramos, la de azúcar un kilo mensual, a la que se añadía una ración de tabaco, cigarrillos, té y jabón. Una vez a la semana nos daban arenques con una ensalada de col y remolacha: era la oportunidad de comer algunas legumbres, para nosotros un verdadero festín. En lo que respecta al pan, era negro y malo. Dos veces al año, el 1 de mayo y el 7 de noviembre, nos daban una rebanada de pan blanco. Así pues, en tres años que pasé allí recibí seis rebanadas. Tres veces al día nos daban agua hirviendo para el té. Estos servicios los prestaban los presos comunes.
La alimentación, tan monótona, también era escasa. De hecho tuvimos que luchar encarnizadamente para que no nos redujeran aún más esta magra pitanza; ¡qué les voy a contar de estas luchas al precio de las cuales logramos algunas mejoras de detalle! Sin embargo, comparado con el régimen de las prisiones para delin­cuentes comunes, en las que se pudrían cientos de miles de detenidos, y sobre todo comparado con el de los millones de seres encerrados en los campos del norte, nuestro régimen alimenticio era en cierto sentido privi­legiado.
El mobiliario de las habitaciones era bastante pobre. Cada detenido recibía tres caballetes y algunas plan­chas a modo de cama, así como una pequeña mesilla de noche. Además, había una gran mesa común en mitad de la sala. El vestuario y la ropa interior la suministra­ba en parte la administración, y en parte corría a cargo de los propios presos. Pero la administración se negaba sistemáticamente a entregar muda y ropa, alegando que escaseaba. Esto lo sufrimos particularmente el último invierno que pasé en la prisión; una gran cantidad de presos cayeron enfermos debido a la falta de ropa y calza­do. A veces teníamos que librar una guerra en toda regla con la administración para que nos dieran una simple camisa. Los comunistas extranjeros eran los únicos con los que hacían una excepción. Siguiendo órdenes espe­ciales de Moscú, la administración debía entregarnos sin tardanza todo lo que necesitáramos. Cuando, a los dos años de estar allí, Deditch se quejó ante una Comi­sión venida de Moscú y dijo que la administración no le daba mudas, la presidenta de la Comisión, Andreeva, reprendió al director de la prisión Biziukov; éste, atur­dido, respondió: “Pero a Ciliga le he dado toda la muda que ha pedido.” -“¡Pero usted tiene órdenes de entre­gar muda a todos los yugoslavos y no sólo a Ciliga!”, le contestó Andreeva. Este pequeño incidente demostraba hasta qué punto se preocupaba Moscú por los detalles más nimios del régimen penitenciario y cómo regulaba las relaciones entre los detenidos y la administración.
Los presos salían a pasear dos veces al día, duran­te una hora en invierno y una hora y media en verano. Cuatro o cinco salas, es decir, entre veinticinco y treinta y cinco prisioneros, salían al patio y podían hacer lo que quisieran: pasear, reunirse, hacer ejercicio (fútbol, tenis, gorodki51). En verano les dejaban plantar legumbres o flores. Dos veces al mes se llevaba a los detenidos a las duchas, momento que se aprovechaba para cambiar las sábanas y entregar la ropa interior para lavar.
La prisión tenía una importante biblioteca, cuyo núcleo lo formaba un pequeño fondo de libros hereda­dos de la prisión zarista (obras de literatura rusa, fran­cesa, inglesa y alemana). Muchas obras, en particular las de sociología, política e historia, procedían de donacio­nes hechas por los presos tras su liberación; y en fin, la administración también hacía alguna adquisición. Así fue como pude leer algunas novedades: Viaje al Congo, de André Gide y Col^on de Traven. En su conjunto, la biblioteca no era del todo mala. Por otra parte, algunos detenidos aportaban una excelente colección de libros personales, a menudo centenares de volúmenes, a veces incluso doscientos o trescientos. Una cierta cantidad de presos lograba que sus parientes en libertad les enviaran las novedades. Ellos no eran los propietarios, sino que sus compañeros de sala así como los de las salas vecinas también podían consultar todos estos libros. Los presos tenían, además, el derecho a abonarse por su propia cuenta a cualquier periódico que aparecía en la URSS. En lo que respecta a los periódicos extranjeros, sólo estaban permitidos los órganos centrales de los partidos comunistas -Rote Fahne, Humanité, Daily Worker- a razón de un ejemplar por cada planta de la prisión.
En estas condiciones, teniendo qué leer y privados del ejercicio físico, los detenidos, que además eran todos personas más o menos educadas, consagraban todos sus esfuerzos a la vida política de la prisión: redacción y edición de periódicos, artículos, reuniones y deba­tes. No es exagerado decir que el aislador de Verkhne Uralsk, con sus doscientos o doscientos cincuenta dete­nidos, era una verdadera universidad de ciencias socia­les y políticas. ¡La única universidad independiente de la URSS!
Una cuestión importante era la de la comunicación entre los presos. Esta comunicación, aunque esta­ba prohibida, en realidad era tolerada por la adminis­tración hasta cierto punto. La administración luchaba constantemente con los detenidos debido a su “servicio de correos interno”, pero ambas partes llevaban a cabo esta lucha según unas “reglas del juego”. La comunica­ción entre las cuatro o cinco salas de un mismo piso, que salían juntas al patio, evidentemente era fácil. Más difícil era la comunicación “vertical” entre salas de pisos distintos. Pero aún así se producía: a una señal acordada, se bajaba por las ventanas del piso superior un saco en el que se metía “el correo”. Los vigilantes tenían largos bicheros con los que trataban de interceptar los sacos. Solamente lo lograban muy de vez en cuando, pues era imposible vigilar constantemente todas las ventanas y además tenían que vérselas con los descarados presos, que la emprendían a palos contra los bicheros de los carceleros. Las “reglas del juego” exigían que estos se declarasen vencidos cuando los presos cogieran el saco o lo volvieran a subir. Los barrotes de las ventanas, que databan de la época del zar, estaban lo bastante espacia­dos como para permitir todas estas manipulaciones.
Tres corredores dividían la prisión longitudinal y transversalmente en tres partes principales: el “norte”, el “sudeste” y el “sudoeste”. Era mucho más difícil establecer comunicación regular entre estas tres partes, pero para hacer viable la vida política del aislador era absolutamente necesario lograrlo. La administración, por su parte, se las ingeniaba para que los horarios de los paseos hicieran estos contactos lo más difícil posi­ble. Pero los presos no escatimaban tiempo ni esfuerzos para conseguirlo. Se nombraba un “triunvirato postal” responsable del buen funcionamiento de las comuni­caciones clandestinas en el conjunto de la prisión. Los “carteros” nombrados en cada grupo de paseo seguían sus órdenes.
La “administración postal” era la única organización común de todos los detenidos, tanto de los comunistas como de los socialistas y anarquistas. Los prisioneros estaban distribuidos de tal manera que, de no disponer de esta “alianza técnica”, hubiera sido imposible mante­ner el contacto entre las distintas alas de la prisión. El resto de las “organizaciones” de los presos eran diferen­tes para los comunistas, socialistas y anarquistas. Debo decir aquí que los comunistas no formaban grupos de paseo ni convivían con los socialistas y anarquistas. Tal es así que había dos secciones claramente distintas en la prisión. ¡Los comunistas rusos de la oposición pensaban que era humillante tener que convivir con auténticos contrarrevolucionarios como eran, para ellos, los socia­listas y los anarquistas! La G.P.U. les seguía la corriente en este aspecto. Esta psicología sólo fue evolucionando poco a poco, para poder así luchar de común acuerdo contra la G.P.U. por los intereses generales de todos los presos políticos. Los comunistas, además, formaban la mayor parte de los prisioneros de Verkhne Uralsk: eran 140, cifra que ascendió más tarde hasta los 180. En lo que respecta a los socialistas y anarquistas de diversos matices, eran cincuenta cuando yo llegué, y más tarde llegaron a ser ochenta.
Había siete grupos de paseo de comunistas y dos o tres de socialistas y anarquistas. Cada una de estas secciones tenía una caja común. El “ministerio de finan­zas” comunista gestionaba el dinero que los comunistas recibían del exterior. Había un representante por cada grupo de paseo. Se establecía la suma que podía gastar cada detenido según cuál fuera el estado de la caja. Esta cantidad variaba entre los dos y los cinco rublos mensua­les. Pero no sabíamos qué hacer con esta modesta suma, pues no había nada que comprar en Verkhne Uralsk, excepto lápices y sellos (la administración nos daba el papel necesario).
Sólo estaba permitido establecer correspondencia con los parientes más próximos. Los comunistas podían escribir o recibir cartas nueve veces al mes, los socia­listas y anarquistas, como categoría inferior que eran, solamente seis. La censura de la prisión tachaba sin piedad cualquier información concreta sobre la vida en la prisión o, cuando la carta era de los parientes, sobre la vida en libertad. A veces cortaban con tijeras la mitad de la carta. Otras la sometían a algunas pruebas con reac­tivos químicos. Sin embargo, todas estas medidas de precaución no impedían que mantuviéramos un cierto contacto con el exterior e incluso con el extranjero. Y es que no sólo recibíamos cartas, sino también los folletos que editaba Trotsky en el extranjero, Desde este punto de vista, nuestra prisión estaba mejor que otras.
Los yugoslavos no podíamos escribir a nuestros parientes en el extranjero, y como yo no tenía ninguno en Rusia, en tres años no pude recibir ni escribir una sola carta. ¡Qué importa que los parientes desesperen por saber de la suerte de su hijo o su hermano!, ¡que no se enteren en el extranjero de que le han metido en una cárcel rusa por no estar de acuerdo con el régimen burocrático!
Otra particularidad del aislador político era que no se permitían visitas de los parientes. Había que pedir autorización a Moscú y sólo en caso excepcional. No conozco más que dos o tres casos en los que se conce­diera autorización: ¡y eso que éramos más de doscientas personas en prisión y que pasé allí varios años! Algu­nas de las mujeres de los presos quisieron instalarse en Verkhne Uralsk para enviar más fácilmente alimentos a sus maridos y sentirse más cerca de ellos; pero la G.P.U. les ordeno que abandonaran la ciudad en veinticuatro horas.
En la práctica, la institución más importante en la vida de los detenidos era la de los jefes de dormitorio o “veteranos”. Cada sala elegía a un veterano como representante ante la administración. También tenía que hacer que se respetara el reglamento interno que habían establecido los propios detenidos. Las salas que formaban un mismo grupo de paseo elegían a dos o tres “veteranos” que desempeñaban funciones análogas durante las horas de salida. Por último, todos los dete­nidos comunistas elegían a tres veteranos, que forma­ban la instancia suprema de la sección comunista del penitenciario. Estos tres veteranos eran: un trotskista de derecha, uno de izquierda y uno de extrema-izquierda. Había que luchar constantemente con la administración para defender la autonomía interna de los detenidos y su derecho a ser representados colectivamente por los tres “veteranos de la sección comunista”. La administra­ción penitenciaria, en otras palabras, la G.P.U., no quería reconocer de iure a estos veteranos de la sección comu­nista ni a los de los grupos de paseo; sin embargo era con ellos con los que siempre negociaba, subrayando, eso sí, que no trataba con ellos más que en calidad de simples detenidos. En lo que respecta a los jefes de dormitorio, la administración los reconocía tanto de hecho como de derecho. Los socialistas y los anarquistas estaban orga­nizados de manera análoga. Esta organización compac­ta de cerca de doscientos detenidos, dispuestos a los mayores sacrificios y con tantos contactos tanto en la URSS como en el extranjero, representaba una fuerza con la que la G.P.U. se veía obligada a contar.

***

Ya llevábamos algún tiempo en Verkhne Uralsk cuando una tarde se abrió bruscamente la puerta de nuestra sala y entró un recién llegado^ ¡Draguitch! ¡Qué sorpresa! ¡Pensábamos que estaba en el extranjero, luchando por nuestra repatriación, o al menos oculto en la otra punta de la URSS! El destino quería que siguiéra­mos juntos: en Yugoslavia, en Moscú, en Leningrado y ahora también en Verkhne Uralsk.

 

5. LA VIDA POLÍTICA EN PRISIÓN


Lo más interesante del aislador era la vida política y las ideas. En la URSS, si se está “en libertad”, sólo se puede seguir y discutir la vida política del país en petit comité. Es una tarea ardua, en la que se plantean más proble­mas de los que se pueden resolver, sobre todo si uno es un extranjero que ha llegado a la Rusia soviética diez años después de la Revolución. Pero encontrarse entre doscientos presos que representan a todas las tendencias políticas de la inmensa Rusia en su desarrollo ininterrum­pido fue un preciado privilegio que me permitió conocer todos los aspectos de la vida política rusa.
Cuando llegué al aislador, en noviembre de 1930, la época de las “capitulaciones” que desmoralizaba y desorganizaba a la oposición rusa desde hacía ocho años llegaba a su fin. Pero aún se escuchaba el eco de la tempestad que se había llevado a cuatro quintas partes de la oposición. Llamar a alguien “renegado” o “semi-renegado” en una discusión aún era la peor ofen­sa que se le podía hacer a un adversario. Este eco se apagaba poco a poco, ya no se producían nuevas capi­tulaciones, e incluso seis meses más tarde empezaron a llegar al aislador antiguos renegados que no se habían mostrado tan firmemente partidarios de la línea general como se esperaba.
La inmensa mayoría de los presos comunistas eran trotskistas: ciento veinte de un total de ciento cuarenta. También había un zinovievista que no había capitulado, dieciséis o diecisiete miembros del grupo de “centra­listas-democráticos” (extrema izquierda) y dos o tres partidarios del “Grupo Obrero” de Miasnikov52. Los que no eran comunistas se dividían principalmente tres grupos, aproximadamente de una docena de miembros cada uno: los socialdemócratas mencheviques rusos, los socialdemócratas georgianos y los anarquistas. También había cinco socialistas revolucionarios de izquierda y algunos socialistas revolucionarios de derecha; algunos socialistas armenios del grupo “dachnakt-sutiun” y un maximalista. Y en fin, también había algunos sionistas.
Esta era la división de los partidos tradicionales, pero en realidad cada uno de estos estaba dividido en subgrupos de diversos matices o incluso en fracciones, a causa de profundas escisiones. Quizá el lector excla­me: ¡veinte grupos y subgrupos para doscientos presos! Pero no hay que olvidar que no se trataba de presos corrientes, sino de representantes de todas las tenden­cias de izquierda de una sociedad inmensa, ¡un auténti­co parlamento ilegal de Rusia! Los candentes problemas que planteaba la revolución y en particular la fase que a la sazón atravesaba el Plan Quinquenal causaban una tremenda agitación en este medio, y creaban un estado de crisis ideológica que favorecía la división extrema de las tendencias políticas. No fue hasta más tarde, cuan­do los resultados sociales y económicos del Plan Quin­quenal se revelaron con claridad, cuando se produjo un nuevo reagrupamiento político en el aislador.
Cinco años de prisión y de exilio me han ligado ínti­mamente a la oposición, sea comunista, socialista o anar­quista, y me gustaría que este libro no sólo sirviera para informar, sino que fuera también capaz de despertar la conciencia de la democracia y del movimiento obrero de occidente a favor de las víctimas. Pero no obstante, es mi deber describir de manera sincera y objetiva esta oposición soviética, tanto sus cosas buenas como sus cosas malas.

***
Las agrupaciones políticas de la prisión no sólo representaban tendencias ideológicas, sino que también constituían verdaderas organizaciones, con sus comi­tés, sus periódicos manuscritos y sus jefes reconocidos, que estaban o bien en la prisión o el exilio, o bien en el extranjero. El sistema represivo en vigor, que implicaba traslados frecuentes de una prisión a otra, de un exilio a otro, ayudaba más que cualquier correspondencia clan­destina a mantener el contacto entre los miembros de un mismo grupo.
Lo que más me interesaba era la oposición trotskista, de la que a la sazón yo formaba parte y aún hoy es el grupo de oposición más influyente de Rusia. Ahora bien, el aislador de Verkhne Uralsk albergaba a casi todos los miembros más activos de esta oposición trotskista.
La organización de los presos trotskistas se llama­ba “Colectivo de bolcheviques leninistas de Verkhne Uralsk”. Se dividía en tendencias de izquierda, centro y derecha. Esta división en tres fracciones subsistió los tres años que pasé allí, aunque la composición de las fracciones y su ideología fueron sufriendo ciertas fluc­tuaciones.
Cuando llegué a Verkhne Uralsk había tres progra­mas y dos periódicos trotskistas:
1° “El programa de los Tres”, redactado por tres profesores rojos: E. Solntsev, G. lakovine y G. Stopalov. Reflejaba las opiniones de la fracción de derecha, que en aquella época era la fracción trotskista predominante.
2° “El programa de los Dos”, escrito por el yerno de Trotsky, Man-Nivelson, y por Aron Papermeister, que era el credo del pequeño grupo de centro.
3° “Las tesis de los bolcheviques militantes”, que emanaban de la fracción de izquierda (Pouchas, Kame- netski, Kvatchadzé y Bielenki).
Se trataba de documentos de considerables dimen­siones que incluían entre cinco y ocho secciones dife­rentes (situación internacional, industria, agricultura, las clases en la URSS, el partido, la cuestión obrera, las tareas de la oposición, etc.).
El programa de derecha trataba de manera particu­larmente elaborada la cuestión de la economía, el de la izquierda tenía buenos capítulos sobre la cuestión obre­ra y del partido.
La derecha y el centro editaban juntos el Pravda en /a Prisión (“La Verdad en la Prisión”), la izquierda El Bolchevique Militante. Estos periódicos aparecían mensual o bimensualmente. Cada número incluía de diez a veinte artículos en forma de cuadernos preparados. El “Núme­ro”, es decir, el paquete que incluía estos diez o veinte cuadernos, circulaba de sala en sala y los presos iban leyendo los cuadernos por turnos. Aparecían tres ejem­plares de cada número, uno para cada ala de la prisión.
En 1930, las discusiones entre los trotskistas se centraban en la actitud a tomar ante “los dirigentes del partido”, es decir, hacia Stalin, así como hacia su nueva “política de izquierda”.
La fracción de derecha pensaba que el Plan Quinque­nal, a pesar de todas sus desviaciones de derecha o de extrema-derecha, respondía a los deseos esenciales de la oposición; por tanto había que apoyar la política oficial criticando sus métodos.
La fracción de los “bolcheviques militantes” armaba mucho escándalo adoptando una posición diametral­mente opuesta a la de la derecha. Su idea esencial era que la reforma debía venir “de abajo”, que había que pensar en una escisión en el partido y apoyarse en la clase obre­ra. La hostilidad de la fracción hacia Stalin contrastaba con la actitud de los profesores rojos de derecha y atraía las simpatías de los obreros y la juventud. El punto débil de su programa era su juicio sumario sobre la econo­mía del Plan Quinquenal. Se aferraban a unas palabras de Trotsky que sólo tenían un valor polémico: “el Plan Quinquenal no es más que un edificio hecho de cifras” y declaraban que toda la industrialización estaliniana no era más que un bluff. En cuanto a la política internacio­nal, la fracción de izquierda no sólo negaba que exis­tiera una coyuntura favorable a la revolución, sino que para denigrar a Stalin negaban la existencia de una crisis económica mundial.

***


Debuté en la vida política de la prisión escribiendo dos artículos: “Algunas premisas teóricas de la lucha de la oposición” y las “Tesis de los bolcheviques militan­tes”. En ellos desarrollaba las siguientes ideas: había llegado el momento de dar unos fundamentos teóricos más serios a la lucha contra Stalin; a la hora de criticar el Plan Quinquenal hay que poner el acento en el carác­ter anti-socialista y anti-proletario en lugar de hablar de “bluff” y de criticar los detalles.
Como miembros de la oposición -proseguía- iden­tificamos a la camarilla estaliniana con la camarilla de Robespierre y predecimos que el destino de Stalin será el de su predecesor francés. Pero nos equivocamos, pues olvidamos que la burocracia “comunista” tenía en sus manos un arma de la que Robespierre no disponía: toda la economía del país. Dueño absoluto de todos los medios de producción esenciales, la burocracia comu­nista se ha ido convirtiendo poco a poco en el núcleo de una nueva clase dirigente, cuyos intereses son tan opuestos a los del proletariado como lo eran los de la burguesía. Hay que organizar en Rusia la lucha econó­mica del proletariado (reivindicaciones, huelgas) exac­tamente igual que en los países de capitalismo privado. Incluso hay que aliarse con los socialistas y anarquistas que podamos encontrar en las fábricas. Hay que lanzar la consigna de un nuevo partido revolucionario obre­ro. Ha llegado el momento de abandonar los intentos de reformar el partido desde dentro y abrazar la lucha de clases revolucionaria. Esta lucha exige, por supuesto, unos fundamentos teóricos. “Sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario”, escribí a modo de epígrafe en mi primer artículo.
En la sala en la que yo estaba había un trotskista de Járkov, llamado Densov, buen economista, antiguo jefe de la sección de coyuntura en el “Gosplan” (plan esta­tal) ucraniano. Era, por decirlo así, el único trotskista que consideraba la economía soviética como capitalis­mo de Estado. Citaba a este respecto algunas afirmacio­nes de Lenin, que databan del periodo 1918-1922, y que Trotsky había desdeñado erróneamente. Densov llegó a Verkhne Uralsk una semana antes que yo; se sumó al ala izquierda de los trotskistas, sin unirse sin embargo al grupo de “bolcheviques militantes”. Fue él quien me invitó a escribir los artículos que acabo de mencionar, “para reforzar las posturas del ala izquierda”.
El nihilismo de la oposición y su mezquindad a la hora de considerar el Plan Quinquenal preocupaban a Densov. “La oposición se arriesga a verse agotada, decía, por no comprender a tiempo que el reproche que había que hacerle al inmenso esfuerzo estalinista era su anti-socialismo. Hoy Solntsev y Pouchas no consideran el Plan Quinquenal más que como algo desproporcio­nado o un bluff, ¿pero qué dirán de aquí a dos o tres años, cuando las desproporciones del plan hayan desa­parecido, cuando mejore la producción, cuando el bluff se haya convertido en una realidad económica innega­ble? Rakovski escribía en primavera que en otoño ya no quedaría nada de la colectivización a ultranza. Ha llega­do el otoño y la colectivización continúa afirmándose. ¿Qué dirá Rakovski ahora? Desde luego, hay gente que se dedica a perder el tiempo en contradecirse; pero el resto, la gente seria, ¿cómo no van a sufrir una crisis si no logran hacerse a tiempo una imagen coherente de los acontecimientos?”

***


A la lucha ideológica en el “Colectivo” trotskista vino a sumarse un conflicto organizativo que durante unos meses relego la cuestión ideológica a un segundo plano. Este conflicto caracteriza la psicología y los hábitos de la oposición rusa, por lo que lo comentaré brevemente.
La derecha y el centro plantearon a los “bolchevi­ques militantes” el siguiente ultimátum: o se disolvían y dejaban de publicar su periódico o serían expulsados de la organización trotskista. En efecto, la mayoría pensa­ba que dentro de la fracción trotskista no debía haber ningún subgrupo.
Este principio de la “fracción monolítica” en el fondo era el mismo en el que se inspiraba Stalin para el conjunto del partido.
Así fue como se formaron en el aislador, hacia el vera­no de 1931, dos organizaciones trotskistas diferentes: el “colectivo de bolcheviques leninistas” (mayoritarios) y el “colectivo de bolcheviques leninistas” de izquierda. Cuando se produjo la escisión, la mayoría estaba forma­da por unos 75 o 78 miembros y la “izquierda” por unos 51 o 52. Algunos camaradas se quedaron al margen de ambas organizaciones y formaron un grupo que defen­día la reconciliación entre trotskistas. Por lo demás, ambas organizaciones sufrieron luego importantes modificaciones tanto en sus efectivos como en su ideo­logía. La “izquierda” se puso a editar un nuevo periódi­co, el Bolchevique leninista, redactado por N.P. Gorlov, V. Densov, M. Kamenetski, P. Pouchas y A. Ciliga.
Mientras se producían estas disputas, la G.P.U. seguía trabajando. Al principio fomentó la escisión, y una vez se produjo se esforzó en profundizarla. Los agentes provocadores que había entre los presos actuaban a veces con un descaro asombroso.

***


Era costumbre entre los presos que los recién llega­dos escribieran un informe detallado sobre aquello que habían visto mientras estaban en libertad y que pudiera ser de algún interés para los camaradas de prisión. Los yugoslavos hicimos como todo el mundo; y pudimos, a nuestra vez, recibir también las últimas informaciones de los que iban llegando.
Las noticias sobre la suerte de los campesinos depor­tados nos revelaron un mundo de horror y muerte. Cuan­do estaba en libertad, había oído hablar, por supuesto, de las revueltas campesinas, de las deportaciones, pero no me imaginaba lo inmensa y feroz que era la repre­sión. Un camarada que venía de la región de Narym nos informó de que durante el otoño habían visto llegar a 100.000 campesinos deportados. Todos los edificios estaban llenos, hasta las iglesias; las mujeres y las jóve­nes se entregaban al primero que pasaba a cambio de un trozo de pan. Al llegar el invierno les repartieron por los distritos más alejados y desiertos: para ellos la muerte era segura. Ahora ya podía completar el cuadro que me había hecho sobre la colectivización^ ¡100.000 depor­tados sólo en la región de Narym y en una sola estación! ¿Cuántos serían entonces en toda la URSS durante los cuatro años que duró la “deskulakización”?
Otros prisioneros contaban las miserias de los campe­sinos en el trascurso de su viaje al exilo. Los campesinos de Ucrania eran deportados a Siberia en trenes llenos. El viaje duraba cuarenta días; les apiñaban en vagones como si fueran ganado y no les estaba permitido bajar cuando el tren paraba en las estaciones. No les daban nada de comer y a menudo carecían de agua. Las provi­siones que habían podido llevar consigo no bastaban para tan largo viaje. La gente moría en masa; vivos y muertos, provisiones y excrementos, todo se mezclaba. Habían visto a padres desesperados cogiendo a sus hijos hambrientos y rompiéndoles la cabeza con los postes telegráficos que pasaban a toda velocidad.
También había muchos testimonios sobre los excesos de las autoridades del pueblo. Citaré sólo uno, que nos llegó de Siberia. Van a fusilar a un grupo de campesinos.
El delegado de la G.P.U. les obliga a cavar su propia tumba. Lo hacen, se despiden, les abaten y les cubren de arena. De pronto, ante el supersticioso espanto de los asistentes, una mano se levanta y se mueve en la arena: con las prisas de la ejecución se habían olvidado de abatir a uno de esos infelices^
Pero como supimos más tarde, todos estos horrores no superaron a los de 1932.

***


Durante mis primeros meses de estancia en Verkhne Uralsk se produjeron en Moscú los sonoros juicios políticos contra el “partido industrial” de los ingenieros (principios de diciembre de 1930) y el buró de socia­listas mencheviques (comienzos de marzo de 1931). El eco de ambos procesos llegó hasta nuestra prisión, y además los condenados en el segundo juicio no tarda­ron en llegar allí.
Hoy casi todo el mundo sabe que las acusaciones eran falsas. Pero aún es un misterio el sentido que tuvieron ambos procesos. En el extranjero no entienden cómo se puede hacer una puesta en escena como la de los juicios de 1930-1931 y 1936-1937, sangrientas y humillantes ofensas a la dignidad humana.
Los extranjeros que tratan de resolver este enig­ma echando mano a la psicología individual tampoco logran ningún resultado. Los que apelan a la psicolo­gía colectiva en general, a la psicología colectiva de la sociedad europea o norteamericana, tampoco obtie­nen mejores resultados. La explicación sólo puede hallarse en las particularísimas condiciones de la socie­dad soviética. No es mi objetivo hacer en este libro un análisis completo de estos juicios. Me limitaré a relatar lo que escuché sobre este tema en el medio en el que estaba.
En el primer proceso se acusaba a un grupo de eminentes especialistas soviéticos, con el profesor Ramzine al frente, de haber organizado una vasta red de sabotaje y espionaje para el estado-mayor francés, que preparaba una intervención militar contra la URSS. Los acusados confesaron todo, hasta los detalles más nimios. Según dijo Ramzine, contaban con sustituir el gobierno soviético por un “gobierno de ingenieros”.
Los acusados fueron condenados a muerte. Pero el gobierno, “teniendo en cuenta la sinceridad de sus confesiones y testimonios” conmutó la pena capital por diversas penas de reclusión. En Rusia se fusila­ba a millares de personas por crímenes infinitamente menores; por eso esta inesperada clemencia parecía tan sospechosa.
Nuestros camaradas trotskistas de la prisión pare­cía que estaban muy desconcertados por este juicio al “partido industrial”. La mayoría prefería guardar silen­cio. En prisión se escribía mucho, pero si no me equi­voco no se escribió ningún artículo sobre este proceso. Los que se atrevían a hablar de él, tenían unas opinio­nes completamente disparatadas. Unos decían que el proceso confirmaba todo lo que había dicho ya antes la oposición sobre la creciente influencia de los técni­cos burgueses: la clemencia de Stalin demostraba una vez más que había contactos entre ellos. Otros decían en cambio que esta guerra de Stalin contra los espe­cialistas no era más que una nueva manifestación de la “aventura de extrema-izquierda estalinista”, y que en este caso, como en el de la colectivización, había que batirse en retirada. Rakovski, en una carta desde el exilio, era de la misma opinión. En cuanto a Trots- ky, que estaba en el extranjero, compartía más bien la primera opinión, pero los que estábamos en prisión no sabíamos cuál era su postura.
Por último había un tercer grupo, del que yo forma­ba parte, que pensaba que estos procesos no tenían nada que ver con la lucha del proletariado contra los especialistas burgueses, sino que se trataba de la competencia que se hacían dos grupos de burócratas. Lo cierto era que los especialistas estaban desconten­tos y albergaban secretamente deseos de ver cómo los comunistas se rompían la crisma con el fracaso del Plan Quinquenal, lo cual habría despejado el camino a los ingenieros, que habrían sido llamados al poder. El resto de las acusaciones eran mentiras y puestas en escena de la G.P.U. Stalin, o mejor dicho la burocra­cia comunista, necesita desviar la cólera de las masas hambrientas hacia un chivo expiatorio; quiere compro­meter a sus competidores, los técnicos, y meter miedo a las masas: “Si no nos apoyáis a nosotros, los estalinis- tas, será peor para vosotros; vendrá de nuevo al guerra, la propiedad privada, los destacamentos de cosacos con sus expediciones punitivas.” Uno de los acusados, el propio Ramzine si no me equivoco, “confesó” efec­tivamente que los “ingenieros” estaban decididos a masacrar al proletariado ruso si fuera necesario.
Algunos miembros de la oposición en Moscú que fueron detenidos tras el proceso Ramzine nos sumi­nistraron más información. A Ramzine ni siquiera le habían metido en prisión tras el juicio, le habían pues­to en “arresto domiciliario”, y ni eso era real. Tras seis meses de interrupción por las necesidades de la instruc­ción del proceso, o más bien para la puesta en escena, tan pronto como se cerró el proceso, Ramzine retomó sus clases en el Instituto de Termodinámica, empezan­do con la típica frase de los profesores: “Nos habíamos quedado en...”
Más interesante fue la actitud de los obreros de Moscú durante el juicio. El gobierno estalinista había logrado despertar entre las masas, ya enervadas por el hambre, una áspera indignación contra los “ingenieros”. Las manifestaciones obreras en Moscú, que el gobierno organizó profusamente, no carecían de una cierta since­ridad: los manifestantes exigían la muerte de los “traido­res”, los “saboteadores” y los “espías”. Pero cuando los “confusos” culpables salieron con penas relativamente ligeras y el héroe del proceso, Ramzine, fue puesto en libertad, las masas, según decían nuestros informadores, no ocultaron su amargura: “Se mofan de nosotros, todo ha sido un teatro”, tal era el sentir del pueblo.
En la prisión poco a poco se fue extendiendo la opinión de que estos procesos habían sido esencialmente tendenciosos. Un significativo pasaje del testimonio de Ramzine venía a reforzar esta opinión de que se trataba únicamente de una lucha entre dos grupos concurren­tes. Ramzine dijo que su grupo no tenía la intención de abolir la industria nacionalizada y restablecer la indus­tria privada, sino que habría permitido a los capitalistas privados -extranjeros o rusos, incluidos los antiguos propietarios- participar en cierta medida en la industria estatal. Un año antes, uno de los principales acusados en el proceso a los nacionalistas ucranianos (la “Liga de Emancipación de Ucrania”) había hecho declaraciones análogas sin ocultar sus simpatías por el régimen fascis­ta. Me parecía perfectamente lógico, desde el punto de vista de los técnicos, que pretendieran que la industria conservara su carácter estatal: en este sistema su impor­tancia social sería mucho mayor que en el sistema de economía privada. De ello se desprendía que la lucha entre comunistas y técnicos no era ni un antagonismo de clases ni una lucha entre dos concepciones económi­cas opuestas; no erar más que una disputa por el único pastel que había. El hecho de que algunos “ingenieros” simpatizaran con el régimen fascista dice mucho acer­ca del verdadero carácter de la lucha que enfrenta a los fascistas y los comunistas actualmente.
Pero entonces era fácil comprender el papel que juga­ban las manifestaciones obreras. La burocracia comunis­ta las necesitaba para asustar a los técnicos, para demos­trarles que a pesar de toda su sabiduría, eran impotentes, pues en cualquier momento podían lanzar contra ellos a las masas. ¿No era mejor someterse a la burocracia comunista y recibir a cambio los privilegios que ésta concedía a los técnicos en perjuicio de las masas?
La suerte ulterior de Ramzine es significativa a este respecto. Según la opinión pública de Rusia, Ramzine había desempeñado conscientemente el papel de provo­cador durante el proceso. Así, al cabo de algunos años, le devolvieron todos sus derechos y le condecoraron con la orden de Lenin, con la excusa de sus méritos científi­cos. ¡El poder estalinista “no se venga de los culpables, los reeduca”!
La puesta en escena y el triunfo de estos procesos son un rasgo característico de la era estalinista. Caracte­rístico de la sociedad, pero también de los gobernantes. Estos juicios sólo son posibles porque el reinado de un gobierno inmoral coincide con una fase de profunda indiferencia de la sociedad, cansada de móviles desinte­resados, cansada de la revolución y que no atiende más que al inmenso desarrollo económico del país. “La revo­lución se ha vuelto materialista”, escribió Michelet para caracterizar la fase análoga de la Revolución Francesa.
Al contrario de lo que ocurrió con el proceso al “parti­do industrial”, a la hora de juzgar el de los mencheviques hubo unanimidad en nuestra prisión: todos pensábamos que se trataba de maquinaciones de la G.P.U.
En el intervalo entre ambos procesos, hubo un escándalo en el Partido: se desenmascaró a la oposición de Syrtsov53 y Lominadze54. Syrtsov era el presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo de la R.S.F.S.R. (República Socialista Federativa y Soviética de Rusia). Lominadze era uno de los jóvenes dirigentes más cono­cidos del partido comunista. Esta oposición destacaba por dos rasgos inéditos. Cultivaba sistemáticamente la “hipocresía” de defender a Stalin en público mientras desplegaba una campaña contra él entre bastidores; por primera vez se formaba un bloque entre la oposición de izquierda y la de derecha. En efecto, Syrtsov, aunque no pertenecía a la oposición de derecha, compartía sus puntos de vista; en cuanto a Lominadze, era uno de esos estalinistas de izquierda que soñaba con un bloque Stalin-Trotsky-Zinoviev.
Pero Stalin no perdía el tiempo. Cuando les invita­ron a explicarse, los líderes de este bloque de izquierda y derecha capitularon y fueron relegados a un escala­fón inferior de la jerarquía. Stalin aprovechó el inciden­te para reforzar su posición. Rykov fue apartado de la presidencia de los Comisarios del Pueblo de la U.R.S.S. y reemplazado por Molotov, mientras que la dirección de la industria pasó a manos de Ordjonikidze55, amigo íntimo de Stalin. En lo que respecta a los colaboradores cercanos de Syrtsov y Lominadze, se les envió a prisión o al exilio. Uno de ellos, Riutin56, antiguo secretario del Comité del partido comunista en Krasnaia-Presnia y uno de los pilares de la fracción de derecha, terminó en nuestro aislador.
¡Riutin en prisión!, el mismo que en 1925-1927, en la época del bloque Stalin-Bujarin contra Zinoviev y Trotsky, había jugado el papel de feroz verdugo del trotskismo, ahora estaba en prisión, junto a sus vícti­mas, abandonado a su merced. Fue una gran tentación. Pero había llovido mucho desde 1927, y ya no se trata­ba de alargar la N.E.P., sino de “discutir la aventura de ultra-izquierda” de Stalin. La prisión acogió a Riutin con frialdad pero con calma. Esto quizá significaba que la tensión entre la fracción de izquierda y los trotskistas disminuía. Incluso, en ciertos aspectos, se podía hablar de acercamiento. Por lo demás, Riutin no tardó en ser trasladado.
En esta época caí enfermo de reuma, por lo que pude conocer una institución muy importante en la vida de los detenidos: la enfermería de la prisión. Esta enfermería, así como la consulta del médico, estaba en una iglesia secularizada. Los presos caían enfermos a menudo. Los comunistas llevaban generalmente a sus espaldas años de guerra civil y privaciones, los anarquistas y socialistas diez años de prisión, campos de concentración y exilio. Además, la G.P.U. era toda una artista en desquiciar el sistema nervioso de sus víctimas. No hace falta mucho esfuerzo para imaginarse el estado de nerviosismo enfermizo en el que se encontraban los presos.
La enfermería no era el único refugio de los deteni­dos fatigados. También podían descansar entregándo­se a la literatura, cuando se hartaban de la política. El libro más popular por aquel entonces eran las Memorias de un viejo conspirador bolchevique, trotskista tras la N.E.P., A.K. Voronski57, tituladas Aguas bravas y ciénagas. Describía con arte y melancolía la época de los conspi­radores bolcheviques en tiempos del movimiento revo­lucionario de 1903-1917. “Ya nunca volveremos a ver nuestra querida cuadrilla, unida y audaz”. Era toda una generación la que lloraba a su paraíso perdido en estas memorias.
El ambiente de oposición de nuestra prisión, a pesar del lenguaje violento que se escuchaba hacia Stalin, era fundamentalmente conservador. Cuando había que criti­car al régimen, a la gente le entraba una timidez insos­pechada. Preferían quedarse con las palabras vacías y las fábulas más groseras antes que ponerse a buscar algo nuevo. Decididamente, era difícil atisbar una diferencia psicológica entre el partido comunista ruso y su oposi- ción...
“¿Cómo?, ¿usted dice que nosotros ya no somos miembros del partido? ¡Razona igual que Stalin!”, excla­maba el simpático viejo Gorlov.
-Veamos -replicaba yo-, ¿cómo vamos a conside­rarnos miembros de un partido que nos ha expulsado y que ha hecho que la G.P.U. nos meta en prisión?
Pero Gorlov seguía pensando que el partido comu­nista panruso no había dejado de ser “nuestro partido” y que Stalin no era más que un usurpador, ¡un vulgar estafador!...
Esta postura implicaba un aspecto que no era tan inofensivo. Un día que yo estaba alegrándome de que hubiera disminuido la extracción de hulla en el Donbass, según decía el Pravda, dos georgianos miembros de la oposición, Tsivtsivvazde y Kiknazde, me atacaron con violencia: “Nuestro deber es alertar de cualquier signo de debilitamiento del poder soviético. Ciertamente debemos persuadir al partido de que la política de Stalin es nefasta, ¡pero no debemos hacer derrotismo con nuestro propio gobierno soviético!”
Intenté que se calmaran explicándoles que no se trata­ba de derrotismo, sino que únicamente me alegraba de la resistencia que oponían los obreros del Donbass a la arbitrariedad burocrática. Pero este argumento no les convenció. Cualquier golpe al poder, aunque lo llevaran a cabo los obreros, les parecía un progreso de la contra­rrevolución.
Además, constaté con inquietud que había una laguna en las cartas y los escritos de Trotsky que nos llegaban a prisión: Trotsky nunca hablaba de organizar huelgas, de incitar a los obreros a que lucharan contra la burocracia, de movilizar a la clase obrera a favor del programa econó­mico trotskista. Su crítica, sus argumentos y sus consejos parecía que iban dirigidos al Comité Central, al aparato del partido. Recordando la caída vertical del nivel de vida de los obreros, Trotsky llegaba a esta conclusión, como un buen patrón que aconseja a la administración: “Uste­des están derrochando el capital más valioso, la fuerza de trabajo”. Para Trotsky el sujeto activo seguía siendo “el partido”, con su Politburó y su Comité Central, el prole­tariado no era más que un “objeto”.
Señalemos de paso que todas las obras de Trotsky, así como la de los socialistas y anarquistas que aparecían legalmente en la URSS antes de que se prohibieran sus correspondientes organizaciones, no estaban prohibi­das y la G.P.U. no se las confiscaba a los presos. Estaba permitido leer en la cárcel las viejas obras de Trotsky, de Plejánov, de Mártov, de Kropotkin y de Bakunin. Pero a partir de 1934 se pusieron a confiscar todos estos libros, aunque eran legales. Las obras de Bakunin que apare­cían en esta época bajo la dirección de Steklov, no esta­ban destinadas al público, sino a un restringido círculo de iniciados.
Las cartas de Trotsky y de Rakovski, que trataban cuestiones que estaban a la orden del día, conseguían entrar en prisión y daban pie a muchos comentarios. No dejaba de sorprender el espíritu jerárquico y de sumisión ante el jefe que impregnaba a la oposición rusa. Una cita de Trotsky tenía valor probatorio. Además, tanto los trotskistas de derecha como los de izquierda daban a estas citas un sentido verdaderamente tendencioso, cada uno a su manera. La completa sumisión a Lenin y Stalin que reinaba en el partido también estaba presente en la oposición, pero con Lenin y Trotsky: todo lo demás era obra del Demonio.
Recuerdo perfectamente la carta de marzo de 1930 en la que Trotsky juzgaba el “vértigo del éxito” y la reti­rada ordenada por Stalin y exponía su propio plan de retirada. En su carta de agosto de 1930 juzgaba el XVI Congreso del partido, que acababa de clausurarse. Una de sus frases: “la preparación del bonapartismo en el partido ya se ha consumado”, se convirtió en la base de todos los razonamientos y todas las tesis de la izquierda. En cuanto a la derecha, pensaba que esta frase no tenía más que un valor retórico sin mayor importancia de cara a la actitud general adoptada por Trotsky. La izquierda sólo atendía el juicio negativo de Trotsky sobre la supe­restructura política del régimen, la derecha a su juicio positivo acercar de la base social: la dictadura del prole­tariado y el carácter socialista de la economía.
Estas auténticas incoherencias en las posturas de Trotsky dieron lugar a dos grupos antagónicos en el aislador, cada uno de los cuales se aferraba a uno de los dos aspectos de la actitud contradictoria del líder. En febrero de 1931, Trotsky mencionó rápidamente el éxito económico del Plan Quinquenal, y luego durante aproximadamente un año dejaron de llegar a la prisión los escritos de Trotsky.
Ya he hablado de los escritos de Rakovski. Este no jugaba ningún papel autónomo en la oposición, cuyo único jefe reconocido era Trotsky. A Rakovski sólo se le prestaba atención como representante de Trotsky.

 

6. UNA HUELGA DE HAMBRE


El apacible curso de nuestras discusiones políticas, de nuestras escisiones y fusiones lo interrumpió brus­camente un grave conflicto con la administración, que durante varios meses absorbió todas nuestras energías.
Fue hacia finales de abril. La nevasca de los Urales que hacía imposibles los paseos incluso en el patio más resguardado acababa de cesar. La nieve se fundía, los días se alargaban y el sol empezaba a brillar. Era prima­vera. La vida en la cárcel se hacía más llevadera. De pronto, se escucharon algunos disparos de fusila Un centinela del ejército rojo acababa de disparar al preso Gabo lessaian, que estaba de pie cerca de la ventana de su celda. Le atravesaron los pulmones. El aislador se conmovió y se agitó como un hormiguero. Todos se pusieron inmediatamente de acuerdo en que semejan­te acto era intolerable. La indignación aumentó toda­vía más cuando supimos los antecedentes del asunto, que demostraban que el atentado había sido premedi­tado. En efecto, desde hacía ya algunas semanas, los centinelas no dejaban de amenazar con las armas a los presos. Estos habían enviado a uno de sus “veteranos” a quejarse ante el director de la prisión, cuya respuesta: “Este es el único lenguaje que conocéis”, fue un testi­monio que demostró elocuentemente que los centine­las no habían hecho más que seguir las instrucciones del director.
Uno tras otro, los grupos de paseo, a modo de protesta, decidieron empezar esa misma tarde una huelga de hambre. Rápidamente se eligió un Comi­té de huelga, compuesto por el trotskista de derecha Dingelstedt, el trotskista de izquierda Kvatchadze (que más tarde, al caer enfermo de disentería, fue sustituido por Densov) y el “decista” Saianski. Procla­mamos las reivindicaciones de la huelga: 1° Revoca­ción y castigo del director de la cárcel; 2° Garantías frente a nuevos atentados; 3° Liberación del preso herido lessaian para que se curara; 4° Mejora de la situación legal de los presos y la alimentación.
La huelga de hambre empezó aquella misma tarde. Pusimos en manos de la administración todos los víveres que teníamos. El Comité de huelga recibió poderes dictatoriales; telegrafió rápidamente a Moscú y decidió que una veintena de camaradas, gravemen­te enfermos, empezarían la huelga tres días después. Toda la correspondencia privada entre los presos y sus parientes debía cesar. Se tomaron las medidas necesarias para informar a los medios de la oposición en Moscú.
Más de ciento cincuenta detenidos participaron en la huelga. Algunos enfermos empezaron la huelga el mismo día que el resto, por solidaridad. Tres días más tarde, todos los comunistas, es decir, 176 presos, esta­ban en huelga. Los socialistas también emitieron una queja contra los abusos de la administración. Algunos anarquistas se sumaron a la huelga por camaradería.
El tercer día se presentó el médico de la prisión, pero no quisimos recibirle. Algunos presos cayeron grave­mente enfermos: crisis cardiacas, disentería, etc. A los dos días de la proclamación de la huelga una mala noti­cia conmovió a toda la prisión: una de las detenidas, Vera Berger, al límite de sus fuerzas, se había vuelto loca. Al día siguiente se la llevaron al manicomio de Perm. Era una víctima más... La huelga continuó, apretando los dientes, en silencio y orden. El quinto día se produ­jo el segundo caso de locura. Pero nos afectó mucho menos que el primero, pues el loco o el supuesto loco, Víctor Kraini, ya era algo sospechoso. ¿Se trataba de un montaje de la G.P.U. para desmoralizarnos y que la huelga fracasara? Se llevaron a Kraini, pero no supimos nada de su destino, lo cual reforzó nuestras sospechas. Por supuesto, no podría afirmar tajantemente nada, es muy posible que aquel desgraciado fuese otra víctima y no un agente de la G.P.U.
En nuestra sala ayunábamos once o doce. Algunos seguían leyendo, hablando y moviéndose, otros perma­necían acostados. Notaba que el hambre deprimía mucho menos a la gente activa y resuelta que al resto. El hambre que pasé posteriormente en la URSS terminó convenciéndome de que la resistencia al hambre es una cuestión de voluntad.
La administración había tomado la decisión de contemporizar. Al cabo de una semana de huelga el director de la prisión pasó al Comité de huelga un tele­grama de Moscú que anunciaba la próxima llegada de una Comisión de investigación de la G.P.U. Llegaría en ocho días a este rincón del mundo, así que el director nos propuso que mientras esperábamos pusiéramos fin la huelga.
Casi por unanimidad los “huelguistas” aceptaron la propuesta. Sólo dos o tres sospecharon que se trataba de una maniobra de la administración.
Una vez suspendida la huelga, nos pusieron un régi­men alimenticio especial, antes de pasar al ordinario. Con esto llegamos al primero de mayo, que cada grupo de paseo festejó por su cuenta, con mítines y cancio­nes. Colgamos retratos de Trotsky rodeados de todo tipo de consignas políticas. Los inspectores se suble­varon contra esa clase de herejías, casi llegamos a las manos en el patio de la prisión, ante la inquieta mirada de los presos que estaban en las ventanas, pero todo terminó arreglándose. Los distintos grupos trotskistas querían mandar un telegrama de felicitación a su líder en el exilio, pero los esbirros se negaron, diciendo: “No transmitimos felicitaciones contrarrevolucionarias.”
Por supuesto, los socialistas y anarquistas también celebraban la fiesta de la revolución. Todas las ventanas estaban decoradas con banderas rojas, los presos habían confeccionado insignias rojas que llevábamos puestas en el ojal. Paradojas de la vida soviética: una misma fies­ta, bajo una misma bandera, desde los dos lados de la barricada...
La fiesta del primero de mayo y las raciones suple­mentarias que recibimos por este motivo se acabaron. Pasaron los días y las semanas. No había noticias de la Comisión de investigación La administración decía que la Comisión se estaba retrasando por imprevistos. Al cabo de dos meses los presos perdieron la paciencia: a comienzos de julio declaramos una segunda huelga de hambre. Para sorpresa de la G.P.U, se llevó a cabo con tanta unidad como la primera. Los reproches del direc­tor blandiendo un nuevo telegrama que anunciaba que la Comisión de investigación estaba ya en camino no nos hicieron cambiar de opinión. Por fin, el séptimo día de huelga la Comisión llegó, pero no por ello cesamos la huelga, firmemente resueltos a no interrumpirla hasta que nuestras reivindicaciones hubieran sido satisfechas.
Dos de nuestros camaradas -que además gozaban de buena salud-, que abandonaron la huelga por propia iniciativa, fueron expulsados de nuestra pequeña socie­dad. Uno de ellos, Avoian, terminó “capitulando”, y el otro, Assirian, nos prometió que en el futuro demostra­ría una solidaridad ejemplar, y al cabo de tres meses le permitimos que se reintegrara en nuestro “colectivo” comunista.
Merece la pena señalar la conducta de otro preso, Kiknadze. Aunque no estaba de acuerdo con la segunda huelga, se comportó de manera ejemplar y ayunó como el resto. Sin embargo, su mujer acababa de llegar de Moscú y le transmitió un mensaje de Ordjonikidze, su antiguo camarada de combate. Tras recibir este mensaje, Kiknadze decidió “capitular”, pero esperó lealmente a que terminara la huelga y participó en ella hasta el fin...

***

La Comisión de investigación estaba compuesta por tres personas. Andreeva, subdirectora de la Sección Política Secreta del “Colegio” de la G.P.U., tenía mucha influencia entre los presos políticos. Era singular que se acordara de la biografía de algunos miles de militan­tes pertenecientes a los diversos partidos comunistas y socialistas. Les perseguía con visible placer y casi siem­pre se las ingeniaba para que en la prisión o el exilio los maridos estuvieran separados de sus mujeres, sus hijos o sus parientes. El segundo miembro de la Comisión se llamaba Popov: era el jefe de la Sección Penitenciaria de la G.P.U. Sus bigotes de brigadier no desentonaban con su cargo. El tercero -no me acuerdo de su nombre- hacía las veces de procurador general. Era un comunista polaco, antiguo ferroviario, que se distinguía del resto de miembros de la Comisión por sus corteses modales, más “europeos”.
Andreeva empezó declarando que la G.P.U. no reco­nocía a ningún órgano colectivo que representara a los presos comunistas y se negó a tratar con nuestro Comi­té. Vestida con uniforme de chekista, con grandes botas y aspecto severo, entro con la melena al viento en las salas de los presos en huelga. Pero en lugar de tratar con ella, los presos la remitieron al Comité de huelga. Al día siguiente, Andreeva cambió de táctica. Vestida también con un traje a medida, de paño negro del mejor corte, perfumada, calzada con zapatos a la moda y medias de seda color carne, trató de conversar con cada uno de nosotros por separado. No tuvo más éxito que en la víspera y cansada de guerras empezó a negociar con nuestro Comité.
Las negociaciones duraron algunos días. Andreeva declaró que la mayor parte de nuestras reclamaciones serían satisfechas, pero que primero había que acabar con la huelga de hambre: la G.P.U. no podía ceder ante la coacción. El director de la prisión, Biziukov, no sería revocado, pero el soldado que disparó sería entregado a la justicia. Prometió publicar una orden autorizándonos a estar de pie delante de las ventanas. También prometió otras mejoras en el régimen, sobre todo en la alimen­tación. Prometió, por último, que a la víctima del tiro­teo, lessaian, le conmutarían la pena de prisión por la de exilio y que le cuidarían.
El Comité de huelga exigió, además, que se especifi­case que no se tomarían represalias con los presos que habían participado en la huelga. Andreeva lo prometió verbalmente pero se negó a hacerlo por escrito. Aún quedaba una segunda cuestión por resolver: ¿Teníamos que insistir en que se revocara al director de la prisión? La opinión del Comité estaba dividida. Se decidió que votaran todos los “huelguistas”. La mayoría se pronun­ció a favor de la conciliación, la minoría se sometió y nuestra segunda huelga, que duró once días, terminó de manera casi tan disciplinada como había comenzado.
La G.P.U. mantuvo las promesas de Andreeva, pero se las arreglo para tomarse la revancha de otra forma: al cabo de seis semanas, treinta y cinco pesos que habían participado en la huelga fueron transferidos al aislador de Suzdal57. Entre ellos había varios miembros de los tres principales grupos políticos de nuestra prisión: trotskistas de derecha, de izquierda y “decistas”. Los trotskistas de izquierda -que se habían mostrado parti­cularmente resueltos durante la huelga- padecieron más que el resto. Los más destacados, Densov, Kvatchadze,
Pouchas y Dvinski, fueron transferidos a Suzdal. Lo mismo les ocurrió a los miembros del Comité de huel­ga, excepto a uno. En cuanto a lessaian, el herido que debía ser liberado, más tarde supimos que simplemente le habían transferido a la prisión política de Cheliábinsk.
Seis meses más tarde, la G.P.U. empezó a ejercer sus oficios también en Verkhne Uralsk...  (...)

Notas al pie
51. Una especie de juego de bolos ruso.
52. Gabriel Miasnikov (1889-1945), bolchevique desde 1905, presidente del Soviet de Perm en 1917, miembro de la fracción de izquierda en 1918, comba­tiente en la guerra civil, es expulsado del partido en febrero de 1922 acusado de "fraccionismo". En abril, después del XI Congreso del partido, es arrestado durante unos días y liberado tras iniciar una huelga de hambre. En 1923 or­ganiza el Grupo Obrero del P.C.R.(b), que publica un Manifiesto (mencionado por Ciliga) en febrero. Le vuelven a detener en mayo y es enviado como fun­cionario a Alemania, donde entra en contacto con el K.A.P.D. Tras la agitación obrera de 1923, la G.P.U. se lanza sobre el Grupo Obrero. Miasnikov vuelve a Rusia en invierno y al llegar es detenido y enviado a prisión. En 1927 se le des­tierra a Armenia y a finales de 1928 huye al extranjero, iniciando un periplo que, pasando por Irán y Turkía, terminará en París. En 1945, tras la guerra, el gobierno soviético le invita a volver a Rusia. Tras vacilar, Miasnikov acepta el retorno, pero al llegar es detenido y ejecutado. (Cf. La oposición bolchevique a Lenin: IMiasnikov y el Grupo Obrero, Paul Avrich.)
52  Sergei Syrtsov (1893-1937), presidente del Consejo de Comisarios del Pue­blo de Rusia entre 1929 y 1930. Arrestado y ejecutado en durante los Procesos de Moscú.
53  Vissarion Lominadze (1897-1935), comunista georgiano, primer secretario del Partido Comunista de Georgia, a partir de 1929 sus críticas a Stalin le lle­van a ocupar cargos de poca importancia en el gobierno soviético y el partido. Se suicida en 1935, en el contexto de la preparación de los juicios por terroris­mo a Zinoviev y Kámenev.
54  Sergó Ordjonikidze (1886-1937), comunista georgiano. Miembro de la que se conoce como "camarilla georgiana" de Stalin, supuestamente se aleja de éste tras el "Caso Riutin". Será hallado muerto en su domicilio, supuestamente por suicidio.
55  Martemian Riutin (1890-1937), funcionario del partido y del Estado sovié­tico, defensor del ala derechista de Bujarin a finales de los años 20, contrario a la colectivización forzosa, fue expulsado del partido en 1930 y arrestado durante unos meses. En 1932 es el autor de una plataforma de 200 páginas contra la política estalinista, que desencadena el "Caso Riutin". Encarcelado desde entonces, será ejecutado durante los Procesos de Moscú, junto a parte de su familia.
56  Alexandre Voronski (1884-1937), editor y crítico bolchevique, es expulsa­do del partido por trotskista en 1928 y readmitido en 1929 después de capitu­lar. Expulsado de nuevo en 1935 y ejecutado durante los Procesos de Moscú.
57  Pequeña ciudad de la provincia de Vladimir, cerca de Moscú.

 

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