Agosto 1984
Conflicto del Golfo Pérsico
Una guerra contra los pueblos
de Irak e Irán
por Jean Philippe Divès
La guerra entre Irán e Irak, la que dura 45 meses y es el conflicto en curso más sangriento del planeta, ha tomado, a partir de abril pasado, un nuevo aspecto.
Fue en ese momento cuando se produjeron los primeros ataques de la aviación irakí contra buques petroleros (de diversas banderas, inclusive algunos pertenecientes a países vecinos, aliados a Irak) que cargaban en los puertos iraníes. A partir de ese momento los ataques no han cesado. El régimen irakí comenzó así a cumplir la amenaza efectuada a partir de agosto de 1982, cuando habiendo decretado el bloqueo de la terminal petrolera iraní de Jarg anunció que bombardearía sin advertencia previa cualquier buque que se encontrara dentro de ciertas zonas de exclusión. El gobierno iraní había, en su momento, replicado amenazando con “crear la inseguridad en la región, para que las potencias enemigas no puedan exportar su petróleo” (1). La amenaza iraní de bloqueo del estrecho de Ormuz (desembocadura del Golfo Pérsico en el Océano en el Océano Índico y vía de paso del 20 por ciento de la producción petrolera mundial) provocó entonces una seria puesta en guardia por parte de las potencias imperialistas, las que, al mismo tiempo, reforzaban sus dispositivos militares en la región.
A causa de la casi imposibilidad táctico-militar de realizar con éxito ese bloque, así como que tal medida impediría las propias exportaciones petroleras iraníes (las que significan la principal fuente de ingresos del país y que permiten al régimen islámico mantener la guerra), el gobierno de Khomeini no ha intentado en los hechos ningún bloqueo del estrecho y es muy poco probable que lo intente. Pero sí puso en ejecución la primera parte de su amenaza, contestando a los ataque aéreos iraquíes con ataques contra buques de países árabes aliados a Irak y de los Estados Unidos, agrupados en el Consejo de Cooperación del Golfo (Arabia Saudita, Kuwait, Omán, Baharein, Qatar y los Emiratos Árabes Unidos).
De ambos lados, “el arma del petróleo” ha entrado entonces en juego. La guerra económica ha venido a completar el enfrentamiento armado sobre el terreno en la frontera entre ambos países. Para Irak, golpeado por la ofensiva iraní de febrero-marzo del ’84, y a la espera de una nueva ofensiva que amenazaría cortar la línea de aprovisionamiento de sus tropas, se trata de dar a Irán un golpe económico que debilite su potencial de resistencia. Según ciertas fuentes (2), a consecuencia de los ataques, las exportaciones petroleras iraníes se habrían reducido a la mitad. La réplica iraní tenía el objetivo, no de “internacionalizar” el conflicto, sino de presionar, a través de los aliados de Irak y de las potencias imperialistas, para lograr el fin de los ataques iraquíes.
Un primer resultado inmediato de la nueva escalada en el Golfo ha sido el aumento de la colaboración militar entre los Estados Unidos y los países del Concejo de Cooperación, en primer lugar, Arabia Saudita, a la que se le entregaron misiles Stinger y nuevos cazas F-15 (los más sofisticados actualmente en circulación). Además el ejército yanqui organiza, gracias a sus aviones radar Awacs, una vigilancia permanente del Golfo, lo que permitió recientemente a la fuerza aérea saudita destruir a dos aviones iraníes que estaban a punto de atacar a uno de sus buques. La nueva situación creada en el Golfo ha permitido, entonces, una intensificación de la presencia y de la intervención militar del imperialismo.
Pero al mismo tiempo, no deja de presentar una amenaza de extensión del conflicto y, por lo tanto, una amenaza económica para los intereses estratégicos del imperialismo. No parece que esta situación pueda desembocar, a corto plazo, en una crisis petrolera de envergadura. Con la excepción de Japón, las potencias imperialistas han reducido notablemente, en los últimos años, su dependencia petrolera respecto del Golfo. Para otra parte, ellas disponen de reservas petroleras estimadas en tres meses de consumo. Por último, se calcula en el 15-20 por ciento la capacidad ociosa mundial de producción de petróleo, y los principales consumidores deberían, entonces, enfrentar con éxito inclusive a un corte total de producción del Golfo. Es por esas razones que la escalada militar en el Golfo no ha provocado, por el momento, una crisis política o económica de importancia. Esos han sido, al menos, los principales argumentos invocados por el gobierno de Reagan para “desdramatizar” la situación. Pero por otro lado, el carácter no inmediato de una intervención militar directa del imperialismo en la región no se puede excluir.
Más que nunca, esta situación exige de parte de los marxistas revolucionarios un profundo análisis del conflicto irano-iraquí y una clara toma de posición frente al mismo.
No es posible entender las razones del conflicto sin colocarlo en el contexto, internacional y nacional, al momento de su estallido: fundamentalmente, el de la situación general de Medio Oriente y de la situación abierta, en Irán y en las zonas vecinas, por la caída del Sha y la instauración del régimen khomeinista en 1979.
La situación en la región se caracteriza, ante todo, por un extraordinario ascenso de la luchad de clases y de liberación nacional (incluyendo, entre estas últimas, aquellas de minorías nacionales, como el pueblo kurdo, que se encuentran oprimidos por regímenes de países semicoloniales). Estas luchas cuestionan el orden imperialista y amenazan en particular las fronteras nacionales surgidas por el proceso de descolonización. La revolución iraní de febrero de 1979, que derrocó a un régimen dictatorial aliado del imperialismo y apoyado en el quinto ejército más poderoso del mundo, constituye precisamente, hasta el momento, la más alta expresión del ascenso de esas luchas.
Un segundo fenómeno de gran importancia es la crisis irremediable de la corriente que, durante los años ’50 y ’60, constituyó la principal dirección del movimiento de masas en la región: el nacionalismo árabe, tanto el movimiento creado por Nasser en Egipto como el de los partidos Baas (partido socialista del renacimiento árabe) en Siria y en Irak, perdieron prestigio y el apoyo de las masas de los que gozaban en su origen. Los regímenes “nacionalistas árabes”, los que cada día se oponen al imperialismo y que cada vez más pactan con él, se han reducido prácticamente, hoy día, a dictaduras burocrático-militares por cuenta de sus respectivas burguesías nacionales.
Es precisamente en esos países, así como en Irán, donde surgió con fuerza una nueva corriente de masas, la que organiza a capas enteras de la pequeñoburguesía y de sectores desclasados, cuyas aspiraciones expresa: el integrismo islámico, ideología reaccionaria medieval que rechaza simétricamente al imperialismo y a la emancipación del proletariado, todo en nombre de la utopía de una “vuelta al Islam”. Es esta corriente la que, con la fuerza de sus 180.000 mulahs (doctores religiosos), se colocó a la cabeza de la revolución iraní de febrero de 1979 y, a partir de ese momento, logró con éxito hacer retroceder al gigantesco movimiento de masas que había sido liberado. Con eso Khomeini demostró en la práctica los límites del integrismo musulmán: a pesar de su fraseología tercermundista y antiimperialista, termina capitulando ante la burguesía y el imperialismo, transformándose en su agente contra el movimiento obrero.
La revolución iraní y Khomeini
Una conjunción de factores, entre los cuales el principal es la enorme debilidad política del movimiento obrero iraní, la inexperiencia y la falta de tradiciones de organización independiente de su proletariado, coloca en 1978-79 a Khomeini y la jerarquía Shiíta a la cabeza del movimiento de masas y, luego, del estado iraní.
La política económica “modernista” seguida por el régimen del Sha sólo había beneficiado a sectores burgueses ultraminoritarios ligados a las empresas imperialistas. En particular había chocado con los intereses de la poderosa burguesía tradicional iraní, comerciante e industrial (la burguesía del “Bazar”). Esta última financió masivamente, a través de canales de la jerarquía shiíta (para la cual el único poder temporal legítimo es el del Islam) predisponía a los mulahs para ese papel. Khomeini mismo reconoce la estrecha dependencia de su régimen en relación al Bazar al declarar recientemente: “Si el Bazar se alejara de la República islámica, la República correría el riesgo de una derrota”(3).
En el curso de los meses siguientes a la caída del Sha, Khomeini y los mulahs cumplieron la misión para la cual el Bazar los había investido: derrotar al movimiento de masas y reconstruir el estado burgués. Los enfrentamientos del régimen islámico con el imperialismo (cuyo punto culminante fue la ocupación de la embajada norteamericana, de noviembre de 1979 a enero de 1981) y con otros sectores de la burguesía iraní, los que habían luchado contra el Sha pero que se oponían al control total del aparato del estado por la jerarquía shiíta (sectores representados por Bazargan y luego Bani Sadr), se inscriben en ese marco. Ellos reflejan, en el primer caso, las divergencias de los intereses entre un régimen nacionalista burgués y el imperialismo, y, en el segundo caso, aquellas que atraviesan a la propia burguesía iraní en cuanto al tipo de relaciones a mantener con el imperialismo y el movimiento de masas.
En caso alguno constituirían un motivo para otorgar al régimen islámico una etiqueta de “popular” o aún de “antiimperialista”. La forma en que terminó la ocupación de la embajada norteamericana en Teherán es significativa del “antiimperialismo” de ese régimen: traicionando la movilización de masas que se llevaba a cabo y que había golpeado duramente al imperialismo (la fracasada operación de Tabas en abril de 1980, organizada por el gobierno norteamericano con el objetivo de liberar a los rehenes fue justamente una de las principales causas de la derrota electoral de Carter ese mismo año), el gobierno iraní –además de liberar a los rehenes sin contrapartidas– firmó un acuerdo financiero cuya consecuencia fue la entrega al imperialismo yanqui de miles de millones de dólares de deudas fraudulentas incurridas por el régimen anterior.
Desde su llegada al poder, Khomeini encaró una lucha militar sin piedad contra los movimientos kurdos, los que sólo reclamaban una autonomía dentro del marco del estado iraní. Defendiendo en todo momento la propiedad privada (incluyente aquella de los capitalistas y terratenientes que habían apoyado al régimen del Sha), de acuerdo con la “ley islámica”, el nuevo régimen y su partido, el PRI (Partido de la República Islámica) se encargaron de liquidar al movimiento independiente de los shoras (consejos obreros), surgidos con gran fuerza durante la insurrección de febrero de 1979 y que, en ciertas regiones, adquirieron las características de auténticos órganos de poder obrero. Para eso, emplearon una política de dos caras. Inicialmente trataron de nuclear e integrar los shoras a las nuevas instituciones burguesas y, cuando no fue posible, pasaron a utilizar la represión, a veces selectiva y a veces masiva.
La misma represión fue llevada a cabo contra las organizaciones de izquierda, incluyendo finalmente aquellas que, como el Tudeh (“Las masas”, el partido comunista iraní), habían multiplicado sus declaraciones y actos de subordinación a los dirigentes islámicos. Según la fuente de la izquierda iraní, sólo durante 1981, cerca de 20.000 prisioneros políticos (en su mayoría opositores de izquierda o militantes kurdos) fueron ejecutados en Irán, mientras que 60.000 pasaron por las cárceles del régimen(4). Según otra fuente, citando a dirigentes de los Mujahidins (la principal organización “de izquierda” iraní, organización populista pequeño burguesa partidaria de un islamismo “progresista” y de la lucha armada contra el régimen actual), desde 1979 habría sido ejecutado un total de 30.000 disidentes, mientras que 100.000 actualmente en Irán(5).
Poco a poco, a medida que la reacción burguesa-clerical ganaba terreno sobre la revolución, Khomeini perdió sus características “kerenskystas”, de dirigente burgués obligado a hacer concesiones al movimiento de masas independiente y tratar de utilizarlo, para transformarse en un Bonaparte a la cabeza de una sólida dictadura, ultrarreaccionaria y, al mismo tiempo, dotada de características muy particulares. En otros términos, Khomeini es, en el particular contexto del integrismo musulmán, un Kerensky victorioso, quien logró derrotar al movimiento de masas y a la revolución. Esa victoria sobre el movimiento de masas fue lograda, a grandes rasgos, durante el segundo semestre de 1981 y desembocó tanto desde el punto de vista del tipo de régimen represivo instalado como por sus consecuencias sobre el conflicto contra Irak, en una barbarie que no tiene nada que envidiar a la que existía bajo el régimen anterior. En ese sentido, Irán constituye un ejemplo extremo de cómo la falta de una dirección revolucionaria puede transformar las mayores victorias del movimiento de masas en su opuesto, o desembocar en situaciones en las que el conjunto de la sociedad sufre un brutal retroceso quedando a merced de fenómenos de descomposición interna.
El estado burgués integrista iraní es un tipo muy particular. La base social fundamental de la dirección khomeinista se compone de miembros de las instituciones del régimen islámico (mezquitas, comités islámicos, guardias de la revolución, cruzada por la reconstrucción, asociaciones islámicas de funcionarios y de las empresas, etc.), verdadera casta privilegiada cuya importancia calcula en el 10 por ciento de la población activa. Esta nueva burocracia de estado se beneficia, junto con la burguesía de los diversos factores materiales acordados por el régimen gracias a la renta petrolera, una de las más elevadas del mundo. Una fracción aún más importante de la población subsiste sólo por los subsidios otorgados por las distintas instituciones islámicas.
El régimen islámico, tal como existe hoy en día, no pudo imponerse sin encontrar resistencia, desde el mismo día de la caída del Sha. Por el contrario, los meses siguientes a la caída de la dinastía de los Pahlevi fueron testigos de un importante desarrollo de la actividad revolucionaria de las masas, marcado en particular por la generalización del surgimiento de los shoras y de estructuras del mismo tipo en el campo. No fue sino al cabo de una lucha de dos años y medio (es decir a fines de 1981) que la jerarquía shiíta logró destruir las manifestaciones independientes del movimiento de masas, tomar el control absoluto de todos los engranajes del poder y, sobre esa base, estabilizar relativamente al estado burgués.
El ataque iraní en setiembre de 1980 ocurrió en un momento crucial del proceso contrarrevolucionario llevado a cabo por la dirección khomeinista: el movimiento independiente de los shoras, luego de una cierta reactivación al calor de una ola de luchas económicas de la clase obrera, era el blanco de una ofensiva frontal por parte del régimen. La campaña de “unión nacional”, que frente al ataque iraquí el régimen islámico pudo encarar, le permitió dar golpes decisivos contra toda expresión independiente de la clase obrera.
A pesar de la política de la dirección khomeinista, la revolución iraní representaba todavía, en vísperas del estallido de la guerra, un polo de referencia y un importante fermento revolucionario, en particular para las masas oprimidas de los países vecinos. El régimen dictatorial de Saddam Hussein en particular (uno de los regímenes más sanguinarios de todo el Medio Oriente), se sentía amenazado por la ola desencadenada por la revolución iraní y que amenazaba extenderse a Irak a través de los vasos comunicantes que representaban la minoría nacional kurda y la comunidad shiíta iraquí.
La nación kurda se encuentra, hoy día, dividida entre cinco países: Siria, la URSS y, particularmente, Turquía e Irak (donde los trabajadores kurdos representan cerca del 30 por ciento de la población) e Irán. En esos dos últimos países, desde hace muchos años una guerrilla de masas se opone a los regímenes de turno. La comunidad shiíta es mayoritaria en Irak, donde los altos puestos estatales se encuentran, a pesar de una estructura formalmente laica, en las manos de la minoría sunnita (los árabes sunnitas constituyen sólo el 15 por ciento de la población). Los movimientos shiítas de Irak (apoyados desde Teherán) reflejan fundamentalmente las reivindicaciones de los campesinos pobres de ese país, a las cuales la revolución iraní les había dado un nuevo impulso.
En menor medida, el propio régimen islámico iraní, el que desde antes del ataque iraquí multiplicaba los llamados a los musulmanes iraquíes para que echaran a “la dictadura impía de Saddam”, constituía para este último una amenaza. El régimen integrista iraní se autodefine, en efecto, como el primer destacamento de la revolución islámica que liberará al mundo musulmán, como un régimen no nacionalista sino de vocación “panislámica”. El apoyo que da a los movimientos integristas de los países vecinos (especialmente al shiíta de Irak) es real y responde a una necesidad: la dictadura de los mulahs encuentra en él una justificación para su existencia y mantenimiento, una legitimación ideológica adecuada para contrabalancear los límites inherentes a su carácter de régimen parasitario, de “accidente histórico” surgido de circunstancias excepcionales.
El ataque iraquí y los objetivos de Saddam Hussein
El 17 de setiembre de 1980, el presidente iraquí Saddam Hussein anunció la decisión de su gobierno de cancelar unilateralmente los acuerdos de Argel, los que había firmado en 1975 con el régimen del Sha. Esos acuerdos, apoyados por el imperialismo (de quien el Irán del Sha era el gendarme de la región) otorgaban al imperio persa parte de la soberanía sobre el Shat-El-Arab (desembocadura del Tigris y del Éufrates, única vía de acceso marítimo de Irak al Golfo Pérsico) y sobre tres pequeñas islas iraquíes, de importancia estratégica, ya que están situadas en el estrecho de Ormuz.
Bajo el pretexto de vengar esa afrenta los ejércitos iraquíes cruzaron la frontera el 21 de setiembre y comenzaron la guerra en territorio iraní.
Sin embargo, muy pronto quedaron a la vista de los verdaderos objetivos contrarrevolucionarios de la agresión iraquí. Las reivindicaciones territoriales, aunque importantes (a la soberanía sobre Shat-El-Arab y las tres islas del Estrecho de Ormuz, hay que agregar el viejo sueño iraquí de la anexión del Juzistán árabe, donde se encuentra la mayor parte de los pozos petrolíferos iraníes), no han sido, sin duda determinantes. Fundamentalmente, Saddam Hussein pretendía levantar la hipoteca que hacía sentir sobre su régimen, a través de los bazos comunicantes shiíta y kurdo, el proceso desencadenado por la revolución iraní y el ascenso del integrísimo musulmán. Aspiraba al mismo tiempo, derrotar a un régimen que mantenía fuertes tensiones con el imperialismo, a hacerse reconocer por este último como su nuevo gendarme en la región, en reemplazo del régimen del Sha, para obtener de esa situación todos los beneficios políticos y económicos que tendría el derecho de esperar.
El debilitamiento de las Fuerzas Armadas iraníes tras la revolución de febrero de 1979, las crecientes disensiones que se producían en esa época entre las fuerzas que habían tomado parte en el derrocamiento del Sha (primeros enfrentamientos entre los mollahs y Bani Sadr, comienzo de la represión contra la izquierda iraní, guerra civil abierta del régimen khomeinista contra los kurdos iraníes, etc.) y el aislamiento internacional en que se encontraba el régimen islámico desde el comienzo de la ocupación de la embajada de Estados Unidos, parecían indicar a Saddam Hussein que era el momento propicio para dar un fuerte golpe que terminaría rápidamente con Khomeini.
Para ello, Saddam Hussein salió abiertamente con las fuerzas del antiguo régimen iraní que encontraban embarcadas en los preparativos de un golpe de estado restauracionista. Un comunicado del gobierno de Bagdad publicado el 25 de setiembre afirmaba que no deseaba “enfrentar al ejército regular iraní, sino únicamente a los guardias khomeinistas”(6).
Los gobiernos reaccionarios árabes aliados al imperialismo yanqui (en primera fila, en la región, Arabia Saudita), igualmente asustados por las secuelas de la revolución y las declaraciones “panintegristas” del régimen khomeinista, apoyaron abiertamente a la ofensiva iraquí. Las potencias imperialistas y la burocracia soviética lo hicieron de forma táctica, bloqueando en la ONU toda condena clara de la agresión iraquí, y redoblando su ayuda militar y económica a Irak.
El apoyo del imperialismo a Saddam Hussein y las alianzas que éste había tejido para alcanzar sus objetivos aclaran suficientemente el carácter contrarrevolucionario de la invasión de setiembre de 1980. No es cierto, sin embargo, que el régimen iraquí fuera un agente directo o un simple peón del imperialismo. La presencia soviética masiva en Irak (el 80 porciento del armamento iraquí ultramoderno es abastecido por la URSS) predisponía a los dirigentes imperialistas a ser circunspectos. Y, sobre todo, el régimen de Saddam seguía siendo el enemigo de Israel, principal gendarme y pilar fundamental (aún más desde la caída del Sha) del imperialismo en Medio Oriente. Al respecto, es necesario recordar que en junio de 1981, o sea en plena guerra contra Irán, un raid de la aviación sionista destruyó el reactor nuclear iraquí de Tammuz (cerca de Bagdad), recientemente entregado por Francia. Además, es muy poco probable que los gobiernos imperialistas hayan aprobado el proyecto iraquí de anexión del Juzistán que de haber sido aplicado, hubiera podido desencadenar una dinámica de cuestionamiento de todas las fronteras dibujadas, en gran parte artificialmente, durante el período colonial.
En los primeros años de su dictadura (Saddam Hussein tomó el poder en 1968) el actual régimen iraquí de tipo nacionalista burgués, aparecía como un espantapájaros para el imperialismo, en cierto modo como el régimen khomeinista en la actualidad. Había realizado importantes nacionalizaciones, especialmente en el campo petrolero. Era considerado como el “ala dura” del nacionalismo árabe, apoyo de las tendencias más radicales del movimiento palestino y enemigo irreductible de Israel. Hacia mediados de los años ‘70, el régimen de Saddam comenzó sin embargo a moderar su intransigencia. La firma de los acuerdos de Argel en 1975 fue el precio que pagó para obtener el apoyo de Estados Unidos, de Israel y de Irán para aplastar la rebelión militar de los kurdos de Irak, dirigidos por Barzani. A continuación, el régimen iraquí, que fue desde el principio una feroz dictadura antipopular, continuó su evolución hacia la derecha también en el plano de la política internacional. Siguió en esto la trayectoria de los otros regímenes nacionalistas árabes.
El fracaso militar iraquí
Todos los cálculos hechos por los dirigentes iraquíes en vísperas de la invasión de setiembre de 1980 debían derrumbarse ante la resistencia de las masas iraníes, cuya movilización volvió a desarrollarse con poderoso impulso durante los primeros meses de la guerra. Las masas iraníes (incluidos los kurdos de Irán, que estaban entonces en plena guerra civil contra el régimen khomeinista, la población árabe del Juzistán y las organizaciones de izquierda) defendieron las conquistas de la revolución de febrero de 1979 (que el nuevo régimen estaba entonces lejos de haber liquidado por completo) contra quienes pretendían reducirlas a la nada.
Desde noviembre de 1980, el avance iraquí fue bloqueado. Durante nueve días la población de la ciudad árabe de Korramshar resistió a los ejércitos iraquíes, aunque el ejército regular iraní y el ejército de los guardianes de la revolución habían huido. Esta acción (en la que jugaron un papel esencial las organizaciones de izquierda) marcó un viraje decisivo en la primera fase de la guerra. En todas las ciudades de Irán, la población salió a la calle a pedir armas para enfrentar al invasor. El régimen islámico constituyó entonces, para canalizar ese movimiento, los bassijs (comités de movilización), dentro de los cuales los voluntarios fueron puestos bajo la autoridad de los pasdaran (guardianes de la revolución).
Entre setiembre de 1981 y junio de 1982 se desarrolló la contraofensiva iraní, al fin de la cual el ejército iraquí fue rechazado del otro lado de la frontera. El 10 de junio de 1982 el gobierno iraquí se vio obligado a pedir un cese del fuego.
Los dirigentes islámicos iraníes manifestaron entonces su intención de proseguir la guerra en territorio iraquí, hasta el derrocamiento de Saddam Hussein y la instalación en Bagdad de un régimen islámico shiíta. En realidad, continuaron el conflicto por razones de orden interno, fundamentalmente con el objetivo de consolidar su poder y de aplastar definitivamente el movimiento independiente de las masas en Irán. Les era muy útil poder denunciar y reprimir como “agentes de Saddam Hussein y del imperialismo” a todos los que se oponían a su régimen.
A pesar de que el ejército iraquí venía, durante todo el año transcurrido, de sufrir derrota tras derrota, la situación militar cambió a partir del verano de 1982. A partir de ese momento, las tropas iraquíes resisten y se aferran a sus posiciones a lo largo de la frontera. El conflicto se transforma a partir de ese momento en una guerra de trincheras, ininterrumpida por sangrientas y poco eficaces ofensivas iraníes. En esas ofensivas, Irán compensa su inferioridad en armas pesadas con el número de sus combatientes (Irán tiene más de 40 millones de habitantes contra solo 12 en Irak). Los miembros de los bassijs, en su mayor parte adolescentes reclutados cada vez más contra su voluntad, son lanzados en oleadas contra las ametralladoras y la artillería iraquí.
En dos años, la línea del frente apenas cambió. Las bajas en los dos campos (se estima en 70 mil los muertos iraquíes y 400 mil los iraníes)(7), así como el empleo de gas por el ejército iraquí, reafirman la impresión de una carnicería comparable a la guerra de 1914-1918, en todo caso lo opuesto a una imagen de una guerra de liberación revolucionaria que quiere dar al conflicto el régimen khomeinista.
De hecho, la situación militar del conflicto no hace sino traducir una situación y relaciones de fuerzas políticas inherentes a una guerra que, desde ambos campos, reviste un carácter totalmente contrarrevolucionario.
Del lado iraquí, es evidente que los llamamientos de los dirigentes islámicos iraníes invitando a las masas iraquíes a levantarse para liberarse de la dictadura “impía” de Saddam Hussein, no encontraron el eco esperado.
El régimen clerical de Teherán ofrece, en efecto, pocos atractivos a las masas oprimidas. Más aún, la guerra y los objetivos que le asigna la dirección khomeinista se oponen frontalmente al sentimiento nacional, al derecho de autodeterminación de las masas iraquíes. De confesión shiíta o sunnita, ellas defienden su país árabe contra el invasor persa.
Del lado iraní, parece que el apoyo popular a la guerra disminuyó notablemente: “las grandes movilizaciones patrióticas que se venían todavía el año pasado, especialmente luego de la recaptura de Jorramshar (24 de mayo de 1982), parecen haber desaparecido. La continuación de un conflicto sangriento en insensato ya no motiva a nadie. Inclusive en los sectores moderados y populares, se denuncia la utilización criminal, por parte del gobierno, de la guerra como una maniobra de distracción para hacer olvidar las carencias y para aplastar mejor a sus rivales políticos en el interior del país. La tragedia sangrienta ha durado ya bastante, como lo muestra la manifestación de Desful, ciudad bombardeada a menudo por la aviación iraquí, contra la inútil continuación de las hostilidades”(8). Comentarios reflejan, como producto de esa situación, crecientes diferencias entre los mismos dignatarios del régimen islámico. Pero el aplastamiento de la oposición y los efectos actuales de la feroz dictadura islámica sobre el movimiento obrero y de masas impiden la expresión en Irán de un verdadero movimiento contra la guerra.
La guerra solo sirve al imperialismo y a la reacción
La movilización masiva de la población iraní ante la invasión de las tropas iraquíes, había destruido los sueños de grandeza del dictador iraquí. Pero los efectos de la guerra en Irán demostrarían que la agresión militar iraquí había logrado, en cierta forma, el objetivo para el cual el imperialismo y la burocracia soviética le habían otorgado su apoyo: hacer retroceder la ola revolucionaria.
Khomeini mismo calificó entonces la agresión iraquí como un “regalo de Dios”. Ante la falta de una dirección revolucionaria alternativa a la dirección khomeinista, la guerra permitió al régimen islámico consolidar sus bases y acelerar la reconstrucción de un estado burgués. Un dirigente de una organización de izquierda iraní describió así los primeros efectos de la guerra en el interior de Irán:
“Los oficiales reaccionarios presos fueron liberados para reorganizar el ejército iraní (…). Las huelgas ya habían sido prohibidas con anterioridad. Pero ahora pasaron a ser enfrentadas con la intervención armada dentro de las fábricas (…). Los trabajadores fueron también obligados a aceptar la militarización de las fábricas por las Sociedades Islámicas (las que tienen ahora un buen disfraz para cumplir su papel reaccionario en las fábricas).
Todas las conquistas democráticas de los soldados fueron eliminadas, y un código de disciplina extremadamente represivo fue restablecido en las Fuerzas Armadas. Bajo el pretexto de la guerra, la campaña contra el pueblo kurdo fue intensificada. El régimen declaró que ‘los kurdos básicamente sirven a los objetivos bélicos de Saddam’. En realidad, el Partido Democrático Kurdo ofreció al gobierno una ‘tregua’ a cambio de luchar juntos contra el ejército iraquí.
La puesta en marcha de la ley y de la reforma agraria fue pospuesta hasta que ‘las fuerzas de los infieles sean derrotadas’. Las discusiones políticas fueron prohibidas en los colegios y los estudiantes están bajo el control de los miembros armados de las Sociedades Islámicas en cada escuela.
Los partidos políticos de izquierda fueron prohibidos (…). En muchas ciudades, las muy crecidas fuerzas del aparato de estado se usaron abiertamente para aumentar la represión. Militantes de los Mujahedin fueron atacados y asesinados en plena calle. Hay más de cien casos conocidos en el norte de Irán. Las purgas contra militantes en las fábricas fueron intensificadas. Solo en Teherán más de 1500 obreros fueron o detenidos o despedidos.
La campaña contra el pueblo kurdo llegó a proporciones genocidas, incluyendo bombardeos de poblaciones y la evacuación forzadas de los habitantes de regiones estratégicamente importantes (…)”.(9).
La guerra no sólo permitió la consolidación del régimen reaccionario de Khomeini, sino que tuvo efectos comparables en Irak para el régimen por igual asesino y antipopular de Saddam Hussein, sobre todo a partir del verano de 1982, cuando Irak comenzó a defender su territorio ante la contraofensiva iraní:
“Actualmente Saddam está probablemente más firme en el poder que lo que estaba antes de ir a la guerra. Esto resulta, en parte, porque los iraquíes no creen que el objetivo iraní se limita a liberar a Irak del partido Baas gobernante. Los súbditos de Saddam están convencidos que el ayatollah Khomeini quiere imponer un régimen revolucionario islámico en Irak. El presidente, a pesar de todo su abuso de poder, es visto como el único hombre suficientemente fuerte como para defender al país”(10). “Los excesos y ultranzas de los religiosos de Teherán han servido, además, para deteriorar marcadamente la imagen de la República Islámica, no sólo entre los sunnitas y cristianos iraquíes, sino también entre los shiítas moderados de Nadjaf y Kerbala, quienes no desean para nada compartir la suerte de sus hermanos iraníes. El imam Khomeini se ha transformado como en un espantapájaros que agitan durante todo el día las autoridades iraquíes para incitar a los iraquíes a estrechar filas alrededor del régimen de Bagdad. Es precisamente el miedo al khomeinismo el que se ha llevado a una parte de los nacionalistas kurdos, los que desde 1975 combaten al régimen baasista en la guerrilla del Kurdistán, a acercarse al presidente Saddam para llegar con él a un acuerdo de compromiso”(11).
A todo esto hay que agregar que la guerra ha reforzado considerablemente la posición del Estado de Israel en la región, y esto en un momento crucial de la guerra que libra contra el pueblo palestino y las masas árabes en general. La guerra Irak-Irán constituye un factor suplementario del debilitamiento y división del mundo árabe frente al sionismo (Libia y Siria apoyan a Irán y los demás países árabes a Irak). Ella ha constituido, tanto para Irán como para Irak, así como para muchos otros gobiernos árabes, un pretexto para no ayudar a los combatientes palestinos y libaneses que enfrentaban en junio de 1982 la invasión sionista al Líbano (a la que Khomeini calificó, en ese momento, como “diversión” para hacer olvidar su guerra contra Irak). Los dirigentes sionistas mismos no se equivocan. Según el corresponsal de Le Monde en Jerusalén, “Israel está feliz de ver a dos de sus enemigos agotar su energía en un combate sin fin (…) Israel asiste a la guerra del Golfo como un espectador atento para quien la satisfacción supera netamente a la inquietud (…). Lo ideal para Israel sería que la guerra del Golfo dure la mayor parte del tiempo posible y que termine sin vencedores ni vencidos”.(12)
En fin, los propios estados imperialistas, hasta el presente, han obtenido gran provecho, en principio político, pero también económico, de este conflicto sin fin que enfrenta a dos países semicoloniales, agotando sus fuerzas y aumentando su estado de dependencia. Si bien es cierto que las potencias imperialistas no aceptarían una victoria total iraní, la que amenazaría con “desestabilizar a toda la región”, no es cierto que ellas se hayan comprometido a fondo del lado de Irak. Al respecto, la cuestión de los envíos de armas a ambos bandos es muy ilustrativa.
La mayor parte del material militar iraquí, ultramoderno, le es enviada por la URSS (la que da al régimen baasista importantes facilidades de pago); el resto viene de Francia quien, menos que nadie tiene interés en una derrota de Irak (ya que su deuda externa con el imperialismo francés es considerable) le ha entregado casi gratuitamente helicópteros y misiles Exocet, y de Estados Unidos. En cuanto a Irán, sus principales proveedores han sido o son Italia, Corea del Sur, Brasil y, sobre todo Israel, que por lo menos hasta una época reciente entraba en el régimen del ayatollah cantidades de armas norteamericanas a cambio de petróleo a bajo precio.
El embargo decretado por los Estados Unidos contra Irán cuando sucedió el asunto de los rehenes (y que nunca fue oficialmente levantado) era entonces esencialmente formal. Una revista norteamericana comenta “el problema subyacente es que EE.UU. ha mostrado poca preocupación para que se cumpla la prohibición de venta de armas a Irán. Admite un funcionario de alto nivel del Departamento de Estado: ‘es verdad que no hemos hecho del todo lo que podíamos para detener la reexportación de equipos de fabricación norteamericana de Israel a Irán’. La actitud extraoficial del gobierno parece ser que la venta de armas a Irán causa poco daño a los intereses de Estados Unidos. Dice un funcionario del Departamento de Estado: ‘no nos preocupamos demasiado mientras la carnicería Irán-Irak no afecte a nuestros aliados en la región ni altere el equilibrio del poder’.”(13).
Por cierto, es posible que, en vista de los últimos acontecimientos en el Golfo, el imperialismo modifique esta posición. Ni Reagan ni el Kremlin pueden controlar la dinámica propia, en gran parte impredecible del conflicto. Pero esta dinámica de la guerra ilustrada por los ataques aéreos contra los petroleros, no modifica su carácter reaccionario, diametralmente opuesto a los intereses de los pueblos de Irán, de Irak y de toda la región.
¡Por la detención inmediata del conflicto!
¡Por el derrocamiento revolucionario de Saddam Hussein y de Khomeini!
El rasgo dominante de la guerra entre Irak e Irán, desde su comienzo ha sido su carácter reaccionario. La primera consigna que debían por lo tanto plantear los marxistas revolucionarios –consigna que conserva hoy toda su actualidad– es la detención inmediata del combate y el retorno de los dos ejércitos a las fronteras anteriores a setiembre de 1980.
Sin embargo, la guerra ha atravesado dos fases bien distintas. De setiembre de 1980 hasta junio-julio de 1982, el agresor del régimen iraquí, que emprende una guerra de conquista (Saddam pretendía anexar la provincia iraní árabe de Juzistán) y que amenaza con aniquilar las conquistas de la revolución de 1979, de las que aún se beneficiaban las masas iraníes. A partir del verano de 1982 es el régimen islámico iraní (que en el interín ha utilizado la guerra para consolidar su feroz dictadura antiobrera y antipopular) el que viola el derecho a la autodeterminación de las masas de Irak, árabes y kurdos.
A estas dos fases distintas de la guerra corresponden dos políticas revolucionarias distintas, aunque tengan como común denominador el objetivo de la paz. Durante el primer período, la lucha por la detención del conflicto pasaba sobre todo por la lucha para rechazar la agresión iraquí, para derrotar el ataque contrarrevolucionario de Saddam Hussein. Esta posición –que implicaba la lucha militar hombro con hombro con el ejército iraní contra las tropas iraquíes, y una posición derrotista revolucionaria en las filas iraquíes– no significaba sin embargo que los revolucionarios tuvieran que brindar el menor apoyo a los objetivos de la guerra planteados por el régimen khomeinista.
La posición marxista revolucionaria en la primera parte del conflicto irano-iraquí es en esto diferente, por ejemplo, de la adoptada frente a la guerra de Malvinas. En el conflicto del Atlántico Sur que enfrentó en 1982 a la Argentina con el imperialismo británico, los revolucionarios se situaban incondicionalmente en el campo argentino, y por lo tanto en el mismo campo militar de la dictadura militar argentina (sin darle por esto a la dictadura el menor apoyo político, todo lo contrario), apoyando incluso –y ésta es la diferencia con la primera fase de la guerra del Golfo– el objetivo de la guerra declarado por los militares: la recuperación de las Malvinas. Se trataba de una guerra totalmente justa, que hicimos nuestra, y el eje de nuestra lucha en ese momento contra la dictadura de Galtieri era la crítica de su inconsecuencia, la denuncia de que su política llevaba a la derrota, la lucha por poner en marcha todos los medios militares, económicos y políticos que permitieran vencer militarmente al imperialismo y recuperar para la Argentina las Islas Malvinas.
En la primera fase del conflicto irano-iraquí, el único acuerdo militar posible con Khomeini y el régimen islámico (que al mismo tiempo desarrollaba una verdadera guerra civil larvada contra las organizaciones de izquierda que se le oponían y contra el movimiento obrero) era la defensa de Irán para rechazar hasta la frontera al invasor iraquí. El frente único militar con Khomeini, debía, para construir una posición de defensa de la revolución iraní, acompañarse con la denuncia de los objetivos militares y políticos asignados a la guerra por el régimen iraní, y de la utilización de la guerra por parte del régimen contra el movimiento obrero y de masas. esta política debía entonces ser idéntica a la que sostuvieron Marx y Engels en 1870, en la primera fase de la guerra franco-prusiana, en el momento en que Napoleón III desencadenaba su agresión contra Alemania: “Si la clase obrera alemana permite que la guerra actual pierda su carácter estrictamente defensivo y degenere en una guerra contra el pueblo francés, el triunfo o la derrota serán igualmente desastrosas. Todas las miserias que cayeron sobre Alemania después de su guerra de independencia renacerán con redoblada intensidad”(14).
A partir de junio-julio de 1982, cuando la guerra para Irán pasa de defensiva a ofensiva, no tiene más razón de ser esa orientación (la acción militar común con Khomeini contra las tropas iraquíes).
La posición revolucionaria a favor de la paz no tiene, sin embargo, nada que ver con la que hipócritamente defendieron los gobiernos imperialistas y la burocracia soviética, que al mismo tiempo que piden el fin de las hostilidades siguen aprovisionando con armas a los dos regímenes asesinos. El medio más seguro para defender este conflicto desastroso para los dos países, tanto en el plano de las vidas humanas como en el de la economía, es la lucha por el derrocamiento de los respectivos regímenes y su reemplazo por gobiernos que defiendan los intereses de los trabajadores y de los pueblos. La caída de la dictadura de Saddam y la de la dictadura de los mollahs, o la de uno de estos dos regímenes si fuera obra de los trabajadores y las masas oprimidas, constituiría un inmenso paso adelante para los pueblos de Irak, Irán y de toda la región. ¡Soldados iraquíes e iraníes: vuelvan sus armas contra sus propios gobernantes! ¡Pueblos de Irán e Irak, uníos contra el enemigo común, el imperialismo y especialmente el Estado de Israel, su gendarme en la región!
Contra toda intervención imperialista
¿Pero no hay peligro de que el imperialismo intervenga hoy contra Irán? ¿Este peligro no se ha precisado recientemente con el esfuerzo de la cooperación militar entre los Estados Unidos y Arabia Saudita, que permitió a los sauditas destruir dos cazas iraníes sobre el Golfo Pérsico?
Ciertamente, ese peligro existe. Si el imperialismo llegara hoy, por una u otra razón, a atacar a Irán (pues no hay ningún indicio concreto actualmente de que emprendiera cualquier acción militar contra Irán), se trataría de una nueva guerra diferente, o de una transformación cualitativa del conflicto actual.
Si el imperialismo atacara a Irán, estaríamos condicionalmente en el campo de Irán. Sin brindarle el menor apoyo político, estaríamos en el campo militar de Khomeini y de su régimen contra el ataque imperialista. Y si el régimen de Saddam Hussein aprobara o se limitara sólo a no denunciar y aprovechar tal agresión, se transformaría en agente del imperialismo contra Irán, y entonces los marxistas revolucionarios deberían ubicarse de nuevo al lado de Irán en su guerra contra Irak. Pero nada de esto se ha producido hasta ahora.
Sea como sea, el peligro de una intervención militar imperialista en el conflicto del Golfo refuerza la urgencia de llevar a cabo una campaña contra la presencia militar creciente de los ejércitos imperialistas en la región, presencia facilitada por la política de los regímenes iraníes e iraquíes. En última instancia, la victoria de una orientación derrotista revolucionaria en el conflicto del Golfo sigue siendo la mejor arma para contrarrestar las maniobras imperialistas.
Notas
1- Le Monde, 18 de mayo de 1984
2- Le Monde, 27-28 de mayo de 1984.
3- Time, 12 de marzo de 1984.
4- Internacional Viewpoint, 1ro. de noviembre de 1982.
5- Time, 12 de marzo de 1984.
6- Cita de Correspondencia Internacional, Bogotá, octubre de 1980.
7- Time, 12 de marzo de 1984.
8- Le Monde Diplomatique, julio de 1983.
9- Internacional Viewpoint, 1ro. de noviembre 1982 (Entrevista con Saber Nikbeen, dirigente del HKS –Partido Socialista de los Trabajadores– iraní).
10- The Economist, 24 de marzo de 1984.
11- Le Monde, 6 de abril de 1984.
12- Le Monde, 3 de junio de 1984.
13- Time, 25 de julio de 1983.
14- Primer manifiesto del Consejo general de la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre la guerra franco-prusiana, 23 de julio de 1870, en Marx-Engels. Obras Escogidas, Cartago, Buenos Aires, 1957, pág. 335. |